CAPÍTULO XXVII

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La aventura de aquel día obsesionó a Tom durante la noche, perturbando sus sueños. Cuatro  veces tuvo en  las  manos  el rico  tesoro  y  cuatro  veces  se evaporó entre sus  dedos al  abandonarle el sueño  y despertar a la realidad de  su desgracia. Cuando, despabilado  ya, en las primeras  horas de  la madrugada recordaba los incidentes  del magno suceso  le parecían  extrañamente amortiguados y lejanos, como  si hubieran ocurrido en  otro mundo o en un pasado  remoto. Pensó entonces que acaso  la gran  aventura no  fuera  sino  un sueño.

Había un decisivo argumento en favor de  esa idea, a saber: que la cantidad de dinero que  había visto era demasiado  cuantiosa para tener existencia real. Jamás habían visto sus  ojos  cincuenta  dólares juntos, y,  como todos  los chicos  de su  edad y de su  condición, se  imaginaba que todas las alusiones a «cientos»  y a  «miles» no eran sino  fantásticos  modos de  expresión  y que no  existían  tales sumas en  el mundo. Nunca había sospechado, ni por  un  instante, que cantidad tan  considerable como  cien  dólares pudiera hallarse  en dinero  contante en  posesión  de nadie. Si se hubieran  analizado  sus ideas sobre tesoros escondidos  se habría  visto que consistían  éstos en  un puño de monedas reales y una fanega de otras vagas, maravillosas, impalpables.

Pero los incidentes  de su aventura fueron apareciendo con  mayor relieve y más relucientes y  claros  a fuerza  de  frotarlos  pensando  en ellos;  y  así  se  fue inclinando  a la opinión  que quizá  aquello no  fuera un  sueño, después de todo. Había  que acabar con aquella incertidumbre. Tomaría un  bocado  y  se  iría en  busca de Huck.

El cual  estaba sentado en la  borda de una chalana,  abstraído,  chapoteando los pies en el  agua, sumido en  una intensa melancolía.  Tom  decidió  dejar que Huck  llevase la conversación hacia el tema. Si así no lo  hacía, señal que todo  ello no era más que un sueño.

—¡Hola, Huck!

—¡Hola, tú!

Un minuto  de silencio.

—Tom, si  hubiéramos dejado  las condenadas herramientas en el árbol seco habríamos cogido  el  dinero. ¡Maldita sea!

—¡Pues  entonces  no  es  sueño!  ¡No es  un  sueño! Casi, casi quisiera que  lo  fuese.  ¡Que me maten  si no  lo  digo  de  veras!

—¿Qué es  lo  que no  es  un sueño?

—Lo de  ayer. Casi creía que  lo  era.

—¡Sueño! ¡Si no se llega a romper la escalera ya hubieras  visto si era  sueño! Hartas pesadillas  he tenido  toda la  noche con aquel maldito español  del parche  corriendo tras de  mí... ¡Así lo  ahorquen!

—No, ahorcarlo no... ¡encontrarlo! ¡Descubrir el dinero!

—Tom, no  hemos de  dar con él.  Una ocasión como ésa de dar  con un  tesoro  sólo se le presenta a uno una vez, y ésa la hemos perdido. ¡El temblor que me iba a entrar si volviera a  ver  a ese  hombre!

—A mí lo  mismo; pero, con todo, quisiera verlo, y  seguir  tras  él hasta  dar con  su «número dos».

—Número  dos, eso es. He estado  pensando en ello;  pero no  caigo en  lo  que pueda ser... ¿Qué  crees  tú que será?

—No lo  sé.  Es cosa  demasiado  oculta.  Dime, Huck, ¿será  el número  de una casa?

—¡Eso es!... No, Tom, no es eso.  Si lo fuera no sería  en esta población de pito. Aquí no  tienen número las  casas.

—Es verdad. Déjame  pensar un  poco. Ya  está:  es  el  número  de un cuarto... en una posada: ¿qué te  parece?

—¡Ahí está el  clavo! Sólo  hay dos  posadas aquí.  Vamos  a  averiguarlo en seguida.

—Estate  aquí, Huck, hasta  que  yo  vuelva.

Tom se alejó al punto. No gustaba que le vieran en  compañía de Huck en sitios públicos. Tardó media hora en volver. Había averiguado que en la mejor posada,  el número dos estaba ocupado  por un abogado  joven. En la más modesta  el número dos era un  misterio. El hijo del posadero dijo que  aquel cuarto estaba  siempre cerrado y  nunca había visto entrar ni salir a nadie, a no ser de noche; no  sabía la razón que  así fuera; le había  picado  a veces  la curiosidad, pero flojamente; había sacado  el mejor partido del misterio solazándose con la idea  que el cuarto estaba «encantado»;  había visto  luz  en  él  la  noche  antes.

—Eso es  lo  que he descubierto, Huck. Me  parece  que éste es  el propio número dos, tras el que  andamos.

—Me  parece que  sí...  Y ahora ¿qué vas a  hacer?

—Déjame pensar.

Tom meditó  largo  rato. Después habló así:

—Voy a decírtelo. La puerta trasera de ese  número dos es la que da a aquel callejón sin salida  que hay entre la posada y aquel nidal de  ratas del almacén  de ladrillos. Pues ahora vas a reunir todas  las llaves de puertas a que puedas echar  mano y yo cogeré todas las de  mi tía, y en  la primera noche oscura  vamos allí  y las probamos. Y cuidado  con que dejes de estar en acecho de Joe el Indio,  puesto que dijo que había de  volver  otra  vez  por aquí para  buscar una  ocasión para su  venganza. Si le ves, le sigues; y si  no  va  al  número  dos,  es que aquél no  es el  sitio.

—¡Cristo!,  ¡no  me  gusta eso  de  seguirlo  yo  solo!

—Será de noche, seguramente.  Puede  ser  que ni siquiera te  vea, y si te  ve, puede que no se le ocurra  pensar nada.

—Puede  ser que si está muy oscuro, me  atreva  a  seguirle.  No lo  sé, no lo sé... Trataré de  hacerlo.

—A mí  no  me importaría  seguirle siendo  de noche,  Huck. Mira  que acaso descubra que no  puede  vengarse  y  se  vaya derecho  a  coger el dinero.

—Tienes razón; así es. Le seguiré..., le  he de  seguir aunque se hunda  el mundo.

—Eso  es hablar. No  te  ablandes,  Huck, que  tampoco he  de  aflojar yo.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora