Después de comer toda la cuadrilla se fue a la caza de huevos de tortuga en la barra. Iban de un lado a otro metiendo palitos en la arena, y cuando encontraban un sitio blando se ponían de rodillas y escarbaban con las manos. A veces sacaban cincuenta o sesenta de un solo agujero. Eran redonditos y blancos, un poco menores que una nuez. Tuvieron aquella noche una soberbia fritada de huevos y otra el viernes por la mañana.
Después de desayunar corrieron a la barra, dando relinchos y cabriolas, persiguiéndose unos a otros y soltando prendas de ropa por el camino, hasta quedar desnudos; y entonces continuaron la algazara dentro del agua hasta un sitio donde la corriente impetuosa les hacía perder pie de cuando en cuando, aumentando con ello el jolgorio y los gritos. Se echaban unos a otros agua a la cara, acercándose con las cabezas vueltas para evitar la ducha, y se venían a las manos y forcejeaban hasta que el más fuerte chapuzaba a su adversario; y luego los tres juntos cayeron bajo el agua en un agitado revoltijo de piernas y brazos, y volvieron a salir, resoplando, jadeantes y sin aliento.
Cuando ya no podían más de puro cansancio, corrían a tenderse en la arena, seca y caliente, y se cubrían con ella, y a poco volvían otra vez al agua a repetir, una vez más, todo el programa. Después se les ocurrió que su piel desnuda imitaba bastante bien unas mallas de titiritero, a inmediatamente trazaron un redondel en la arena y jugaron al circo: un circo con tres payasos, pues ninguno quiso ceder a los demás posición de tanta importancia y brillo.
Más tarde sacaron las canicas y jugaron con ellas a todos los juegos conocidos, hasta que se hastiaron de la diversión. Joe y Huck se fueron otra vez a nadar, pero Tom no se atrevió porque, al echar los pantalones por el aire, había perdido la pulsera de escamas de serpiente de cascabel que llevaba en el tobillo. Cómo había podido librarse de un calambre tanto tiempo sin la protección de aquel misterioso talismán, era cosa que no comprendía. No se determinó a volver al agua hasta que lo encontró, y para entonces ya estaban los otros fatigados y con ganas de descansar. Poco a poco se desperdigaron, se pusieron melancólicos y miraban anhelosos, a través del ancho río, al sitio donde el pueblo sesteaba al sol. Tom se sorprendió a sí mismo escribiendo Becky en la arena con el dedo gordo del pie; lo borró y se indignó contra su propia debilidad. Pero, sin embargo, lo volvió a escribir de nuevo; no podía remediarlo. Lo borró una vez más, y para evitar la tentación fue a juntarse con los otros.
Pero los ánimos de Joe habían decaído a un punto en que ya no era posible levantarlos. Sentía la querencia de su casa y ya no podía soportar la pena de no volver a ella. Tenía las lágrimas prontas a brotar. Huck también estaba melancólico. Tom se sentía desanimado, pero luchaba para no mostrarlo. Tenía guardado un secreto que aún no estaba dispuesto a revelar; pero si aquella desmoralización de sus secuaces no desaparecía pronto no tendría más remedio que descubrirlo. En tono amistoso y jovial les dijo:
—Apostaría a que ya ha habido piratas en esta isla. Tenemos que explorarla otra vez. Habrán escondido tesoros por aquí. ¿Qué os parecería si diésemos con un cofre carcomido todo lleno de oro y plata, eh?
Pero no despertó más que un desmayado entusiasmo, que se desvaneció sin respuesta. Tom probó otros medios de seducción, pero todos fallaron: era ingrata a inútil tarea. Joe estaba sentado, con fúnebre aspecto, hurgando la arena con un palo, y al fin dijo:
—Vamos, chicos, dejemos ya esto. Yo quiero irme a casa. Está esto tan solitario...
—No, Joe, no; ya te encontrarás mejor poco a poco —dijo Tom—. Piensa en lo que podemos pescar aquí.