Huck dijo:
—Nos podemos descolgar si encontramos una soga. La ventana no está muy alta.
—¡Un cuerno! ¿Para qué quieres tú descolgarte?
—No estoy hecho a esa clase de gente. No puedo aguantar esto. Yo no voy abajo, Tom.
—¡Cállate! Eso no es nada. A mí no me importa un pito. Yo estaré contigo.
Sid apareció en aquel momento.
—Tom —dijo—, la tía te ha estado aguardando toda la tarde. Mary te había ya sacado el traje de los domingos, y todo el mundo estaba rabiando contra ti. Dime, ¿no es sebo y barro esto que tienes en la ropa?
—Anda con ojo, señor Sid, y no te metas en lo que no te importa. Y oye, ¿por qué han armado aquí todo esto?
—Es una de esas fiestas que siempre está dando la viuda. Esta vez es para mister Jones y sus hijos, a causa de haberla salvado de lo de aquella noche. Y todavía puedo decirte otra cosa, si quieres saberla.
—¿Cuál?
—Pues que mister Jones se figura que va a dar un gran golpe contando aquí a la gente una cosa que nadie sabe; pero yo se la oí mientras se la decía a tía Polly el otro día, en secreto, y me parece que ya no tiene mucho de secreto para estas horas. Todo el mundo lo sabe y la viuda también, por mucho que ella quiera hacer como que no se ha enterado. Mister Jones tenía empeño en que Huck estuviera aquí. No podía lucir su gran secreto sin Huck, ¿sabes?
—¿Qué secreto, Sid?
—El de Huck siguiendo a los ladrones hasta aquí. Me figura que mister Jones iba a darse mucho tono con su sorpresa, pero le va a fallar—. Y Sid parecía muy contento y satisfecho.
—Sid, ¿has sido tú el que lo ha dicho?
—No importa quién fuese. Alguien lo ha dicho, y con eso basta.
—Sólo hay una persona en el pueblo lo bastante baja para hacer eso, y ése eres tú, Sid. Si tú hubieras estado en lugar de Huck, te hubieras escurrido por el monte abajo y no hubieras dicho a nadie una palabra de los ladrones. No puedes hacer más que cosas bajas y no puedes ver que elogien a nadie por hacerlas buenas. Toma, y «no des las gracias», como dice la viuda.
Y Tom sacudió a Sid un par de guantadas y le ayudó a ir hasta la puerta a puntapiés.
—Ahora, vete —le dijo—, y cuéntaselo a tu tía, si te atreves, y mañana te atraparé.
Pocos momentos después los invitados de la viuda estaban sentados a la mesa para cenar, y una docena de chiquillos acomodados en mesitas laterales, según la moda de aquella tierra y de aquel tiempo. En el momento oportuno mister Jones pronunció su discursito, en el que dio las gracias a la viuda por el honor que dispensaba a él y a sus hijos; pero dijo que había otra persona, cuya modestia...
Y siguió adelante por aquel camino. Disparó su secreto, de la participación de Huck en la aventura, en el más dramático estilo que su habilidad le permitió; pero la sorpresa que produjo eran en gran parte fingida y no tan clamorosa y efusiva como lo hubiera sido en más propicias circunstancias. La viuda, sin embargo, representó bastante bien su asombro, y amontonó tantos elogios y tanta gratitud sobre la cabeza de Huck que casi se le olvidó al citado la incomodidad, apenas soportable, que le causaba el traje nuevo, ante el embarazo, insoportable del todo, de ser ofrecido como blanco a las miradas de todos y sus laudatorios comentarios.
Dijo la viuda que pensaba dar albergue a Huck bajo su techo y que recibiese una educación, y que cuando pudiera hacerlo le pondría en camino de ganarse la vida modestamente. La ocasión era única, y Tom la aprovechó.
—Huck no lo necesita —dijo—. Huck es rico.
Sólo el temor de faltar a la etiqueta impidió que estallase la risa que merecía aquella broma. Pero el silencio era un tanto embarazoso. Tom lo rompió.
—Huck tiene dinero —dijo—. Puede que ustedes no lo crean, pero lo tiene a montones. No hay para qué reírse: yo se lo demostraré. Esperen un minuto.
Salió corriendo del comedor. Todos se miraron unos a otros, curiosos y perplejos, y después las miradas interrogantes se dirigieron a Huck, que seguía silencioso como un pez.
—Sid, ¿qué le pasa a Tom? —preguntó tía Polly—. Ese chico... ¡Nada! ¡No acaba una de entenderle! Yo nunca...
Entró Tom, abrumado bajo el peso de los sacos, y tía Polly no pudo acabar la frase. Tom derramó el montón de monedas amarillas sobre la mesa, diciendo:
—¡Ahí está! ¿Qué había dicho yo? La mitad es de Huck y la otra mitad mía.
El espectáculo dejó a todos sin aliento. Todos miraban; nadie hablaba. Después, unánimemente, pidieron explicaciones. Tom dijo que podía darlas, y así lo hizo. El relato fue largo, pero rebosante de interés: nadie se atrevió a romper con interrupciones el encanto de su continuo fluir. Cuando llegó a su fin, mister Jones dijo:
—Me creía yo que tenía preparada una ligera sorpresa para esta ocasión; pero ahora se ha quedado en menos de nada. Al lado de ésta, no se la ve. Tengo que confesarlo.
Se contó el dinero. Ascendía a un poco más de doce mil dólares. Ninguno de los presentes había visto junta una cantidad semejante, aunque algunos de ellos poseían mayor riqueza en propiedades.