CAPÍTULO XXX

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Antes del primer  barrunto del  alba, en la madrugada del domingo, Huck subió a tientas por el monte,  y llamó  suavemente  a la puerta  del galés.  Todos  los  de la  casa estaban  durmiendo, pero  era  un sueño  que  pendía de  un  hilo,  a  causa de  los emocionantes  sucesos de  aquella noche. Desde  una de  las  ventanas gritó  una voz:

—¿Quién  es?

Huck,  con medroso  y  cohibido  tono,  respondió:

—Hágame el  favor  de  abrir. Soy Huck Finn.

—De noche  o de  día  siempre  tendrás esta  puerta  abierta, muchacho. Y bienvenido.

Eran estas palabras  inusitadas  para los oídos del chico vagabundo. No se  acordaba que la frase final hubiera  sido pronunciada nunca tratándose de  él. La puerta  se abrió  en seguida. Le ofrecieron asiento  y el  viejo y sus hijos  se vistieron a  toda  prisa.

—Bueno,  muchacho;  espero que estarás  bien y que  tendrás buen apetito, porque  el desayuno  estará a  punto tan  pronto como asome el sol,  y será de  lo bueno; tranquilízate en cuanto a eso. Yo y los chicos  esperábamos que hubieras venido  a dormir aquí.

—Estaba  muy asustado —dijo  Huck— y eché a  correr. Me  largué en  cuanto oí  las pistolas,  y no paré  en  tres millas. He venido ahora  porque  quería enterarme de  lo ocurrido, ¿sabe usted?; y he  venido antes que  sea de día porque no quería tropezarme  con  aquellos condenados, aunque estuviesen  muertos.

—Bien, hijo, bien; tienes cara de haber  pasado  mala noche;  pero ahí  tienes una cama para  echarte después de  desayunar. No, no están muertos, muchacho, y bien que lo sentimos. Ya  ves, sabíamos bien  dónde podíamos  echarles mano, por lo que tú nos dijiste; así  es que nos  fuimos  acercando  de  puntillas hasta menos de  cinco varas  de  donde estaban. El sendero  se  hallaba oscuro  como una cueva.  Y justamente en aquel momento  sentí  que  iba a estornudar. ¡Suerte perra! Traté  de contenerme, pero no sirvió de nada: tenía que venir, y cuando estornudé se oyó moverse  a  los  canallas para  salir  del  sendero; yo  grité: «¡Fuego muchachos!», y disparé contra el sitio donde se oyó el ruido. Lo mismo hicieron los chicos. Pero escaparon  como exhalaciones  aquellos  bandidos, y  nosotros  tras  ellos  a través  del bosque.  No  creo  que  le hiciéramos nada.  Cada uno  de ellos soltó un  tiro  al escapar, pero  las balas  pasaron zumbando sin hacernos  daño. En cuanto dejamos  de  oír sus pasos, abandonamos la caza y bajamos  a despertar a los policías. Juntaron una cuadrilla  y se  fueron  a vigilar  la  orilla del río, y tan pronto  como  amanezca va a  dar una batida  el  sheriff  por el  bosque, y  mis hijos van  a ir  con  él y  su gente. Lástima que no sepamos las señas de  esos bribones: eso ayudaría mucho. Pero  me figuro que tú  no  podrías  ver en  la oscuridad  la  pinta que tenían, ¿no  es eso?

—Sí,  sí; los  vi abajo  en  el  pueblo  y los  seguí.

—¡Magnífico!  Dime  cómo  son; dímelo  muchacho.

—Uno de  ellos es el viejo mudo  español que ha andado por aquí  una  o dos veces, el otro  es uno de  mala  traza, destrozado...

—¡Basta, muchacho, basta!, ¡los  conocemos! Nos encontramos  con ellos un  día en el bosque,  por detrás  de la  finca  de  la  viuda, y  se  alejaron  con disimulo. ¡Andando, muchachos, a  contárselo  al  sheriff!...; ya  desayunaréis  mañana.

Los hijos  del galés  se  fueron  en seguida. Cuando  salían de  la habitación, Huck  se puso  en pie y exclamó:

—¡Por favor, no digan  a nadie  que yo  di el soplo!  ¡Por  favor!

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora