CAPÍTULO XXXIII

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En pocos  minutos cundió la noticia, y una docena de botes  estaban en marcha,  y detrás siguió el vapor, repleto  de pasajeros. Tom  Sawyer iba en el mismo bote  que conducía al  Juez. Al abrir la  puerta de la  cueva un lastimoso  espectáculo  se presentó a la vista  en la densa penumbra de la entrada. Joe el Indio  estaba  tendido en el suelo,  muerto, con  la cara pegada a  la  juntura  de  la puerta, como  si sus ojos anhelantes hubieran  estado fijos hasta el último  instante en  la  luz y en  la gozosa libertad del mundo exterior. Tom se sintió conmovido porque  sabía por  experiencia propia  cómo habría  sufrido aquel desventurado. Sentía compasión por  él, pero al propio tiempo una  bienhechora sensación de descanso  y  seguridad,  que le  hacía ver, pues hasta entonces  no  había sabido apreciarlo por completo, la enorme pesadumbre del miedo que  le  agobiaba  desde  que  había  levantado  su  voz contra aquel proscrito sanguinario.

Junto a Joe estaba su cuchillo, con la hoja  partida. La gran viga que servía de base a la puerta había sido cortada  poco a  poco,  astilla  por astilla,  con infinito trabajo: trabajo que, además, era inútil, pues la roca formaba un umbral por fuera y  sobre aquel durísimo material la herramienta no  había producido  efecto; el  único daño había  sido  para el  propio  cuchillo. Pero aunque no  hubiera  habido el  obstáculo  de  la piedra, el trabajo también hubiera sido inútil, pues aun cortada  la viga por completo Joe no hubiera podido hacer pasar su cuerpo por debajo de la puerta, y él lo sabía de antemano. Había estado,  pues,  desgastando con  el cuchillo únicamente  por hacer algo; para no  sentir pasar el  tiempo, para  dar empleo a sus  facultades impotentes  y enloquecidas. Siempre se encontraban algunos  cabos de vela clavados en los intersticios  de  la roca  que formaba este  vestíbulo, dejados  allí  por  los excursionistas; pero  no  se  veía ninguno. El prisionero  los había buscado  para comérselos. También  había  logrado cazar  algunos murciélagos, y los había devorado sin dejar  más que  las uñas. El  desventurado había  muerto  de  hambre.  Allí  cerca  se había ido  elevando  lentamente desde  el  suelo, durante  siglos  y siglos, una estalagmita construida por la gota de agua  que caía  de una estalactita en  lo alto. El prisionero  había roto  la estalagmita y sobre el muñón había colocado un  canto en el cual había  tallado una ligera  oquedad para recibir la preciosa gota, que cala cada veinte  minutos, con la precisión  desesperante de un  mecanismo de relojería: una cucharadita cada veinticuatro  horas. Aquella gota  estaba  cayendo cuando las pirámides de Egipto eran nuevas,  cuando cayó  Troya, cuando se  pusieron los cimientos  de Roma, cuando Cristo fue crucificado, cuando el  Conquistador creó el imperio británico, cuando Colón se hizo  a la vela. Está cayendo ahora; caerá todavía, cuando todas esas  cosas se hayan  desvanecido en las  lejanías de  la historia y en la penumbra de  la tradición y se hayan perdido  para siempre en la densa noche del olvido.  ¿Tienen todas las  cosas una  finalidad  y una misión?  ¿Ha estado  esta gota cayendo  pacientemente cinco mil años para  estar preparada a  satisfacer  la necesidad  de este  efímero  insecto humano, y  tiene  algún  otro importante fin que llenar dentro de diez  mil años? No importa. Hace ya muchos  que el  desdichado mestizo ahuecó la  piedra para recoger  las gotas inapreciables; pero aun hoy día nada atrae  y fascina  los ojos del turista como la trágica piedra  y el pausado gotear del agua,  cuando va  a contemplar las maravillas  de la cueva de McDougal. «La copa de Joe  el Indio» ocupa el primer  lugar  en  la lista de  las  curiosidades  de la caverna. Ni siquiera  el  «Palacio de  Aladino» puede  competir  con ella.

Joe el Indio fue enterrado cerca de la boca de la cueva; la gente acudió al acto en botes  y carros desde  el pueblo  y desde  todos los caseríos  y granjas de siete millas a la redonda;  trajeron  con ellos los chiquillos y toda  suerte  de  provisiones de boca,  y confesaban  que lo  habían pasado  casi  tan bien  en  el entierro como  lo hubieran pasado  viéndolo  ahorcar.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora