CAPÍTULO XXXI

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Volvamos  ahora a las aventuras de Tom  y Becky en  la cueva.  Corretearon por los lóbregos  subterráneos con los demás  excursionistas,  visitando las  consabidas maravillas  de la  caverna, maravillas  condecoradas con nombres un  tanto  enfáticos, tales como  «El Salón», «La Catedral», «El  Palacio de  Aladino»  y otros por el  estilo. Después empezó  el juego y algazara del escondite, y Becky  y Tom tomaron parte en él con tal  ardor, que  no tardaron en sentirse  fatigados;  se internaron entonces  por un sinuoso pasadizo,  alzando en  alto las velas  para leer  la enmarañada confusión  de nombres, fechas, direcciones y  lemas con los cuales  los rocosos muros habían sido ilustrados  —con humo  de velas—.  Siguieron  adelante,  charlando,  y apenas se dieron cuenta que estaban  ya en una parte  de la cueva cuyos  muros permanecían inmaculados. Escribieron  sus  propios  nombres  bajo  una roca  salediza,  y prosiguieron su  marcha. Poco  después  llegaron a  un lugar donde una diminuta corriente de  agua, impregnada  de un sedimento calcáreo, caía  desde una  laja, y en el lento pasar de  las edades  había formado un  Niágara  con encajes y rizos  de brillante a  imperecedera piedra. Tom deslizó su  cuerpo menudo por  detrás de  la pétrea  cascada para  que Becky pudiera verla iluminada.  Vio que ocultaba  una especie de  empinada  escalera natural encerrada en la estrechez de dos  muros, y al punto le  entró la  ambición  de ser un descubridor.  Becky respondió a su requerimiento. Hicieron una marca  con el  humo, para servirles más  tarde  de guía, y emprendieron el  avance. Fueron  torciendo a derecha a izquierda, hundiéndose en las  ignoradas profundidades de  la  caverna; hicieron  otra  señal,  y tomaron por  una ruta lateral en busca  de novedades que  poder contar a los de  allá arriba. En sus exploraciones dieron  con una  gruta, de  cuyo  techo pendían  multitud  de brillantes estalactitas  de gran  tamaño. Dieron la vuelta  a  toda  la cavidad, sorprendidos y admirados, y luego  siguieron por uno de  los numerosos túneles que  allí desembocaban. Por allí fueron  a parar a un  maravilloso  manantial,  cuyo  cauce estaba incrustado  como con una escarcha de fulgurantes  cristales. Se  hallaba en una caverna cuyo  techo  parecía  sostenido por  muchos  y  fantásticos pilares formados  al unirse las estalactitas  con las estalagmitas, obra  del incesante goteo durante siglos  y  siglos. Bajo el  techo,  grandes ristras  de  murciélagos se habían agrupado  por miles en cada  racimo. Asustados  por el  resplandor  de  las  velas, bajaron  en  grandes bandadas, chillando  y precipitándose contra las  luces. Tom sabía  sus  costumbres  y el  peligro que en  ello había. Cogió a  Becky por la mano  y tiró de  ella hacia la  primera abertura  que encontró; y no  fue demasiado pronto, pues un  murciélago  apagó de  un aletazo la vela  que llevaba  en la mano en el momento  de salir  de  la caverna. Los murciélagos persiguieron  a los niños un gran trecho; pero los fugitivos se metían por todos los pasadizos con que topaban, y al fin se  vieron libres de la persecución. Tom encontró poco después  un lago subterráneo que extendía su  indecisa  superficie  a lo  lejos, hasta desvanecerse en  la oscuridad.  Quería  explorar  sus orillas,  pero pensó que  sería mejor  sentarse  y descansar  un rato antes de  emprender  la  exploración. Y fue  entonces  cuando, por primera vez, la profunda quietud de aquel lugar  se  posó  como  una mano  húmeda  y fría  sobre los  ánimos  de  los dos niños.

—No me he dado cuenta —dijo Becky—, pero me parece que hace tanto tiempo que ya no oímos a  los demás...

—Yo creo,  Becky, que  estamos  mucho  más abajo  que ellos,  y  no sé  si  muy lejos al norte,  sur,  este o  lo  que sea. Desde  aquí  no podemos oírlos.

Becky  mostró cierta inquietud.

—¿Cuánto  tiempo  habremos  estado aquí,  Tom? Más  vale  que  volvamos para atrás.

Las aventuras de Tom SawyerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora