Siete días habían pasado sin recibir ni una sola carta de Sapito.
Al principio, Isabela lo tomó con alivio. Había deseado que las cartas se detuvieran, que él la dejara en paz. Pero conforme los días avanzaban en silencio, algo extraño comenzó a crecer dentro de ella, un hueco que no había anticipado.
"No me importa... de hecho, es mejor así", se repetía a sí misma, casi como un mantra, intentando convencerse. Pero cada vez que pasaba por su casillero y no encontraba la habitual carta doblada entre las rendijas, sentía una punzada en el pecho, un vacío que no sabía cómo llenar.
La ausencia de las cartas, de ese ritual que tanto le había irritado, ahora le pesaba de una manera distinta. Porque, aunque no quería admitirlo, aquellas palabras –tan molestas, tan insistentes– eran las únicas que, de alguna manera, la hacían sentir especial. Y ahora, en su ausencia, se daba cuenta de lo mucho que las había dado por sentado.
Se repetía que no importaba, que estaba mejor sin ellas. Pero en las noches más largas, cuando el mundo estaba en silencio, se sorprendía preguntándose si volvería a recibir una carta más. Solo una más.