Samuel salió del salón de clases con la misma excusa de siempre: ir al baño. Pero ambos sabían que no era cierto. Cada mañana, sin falta, tomaba el camino más largo, aquel que lo llevaba al casillero de Isabela. Hoy no era diferente. Llevaba consigo una carta nueva, escrita con el corazón en la mano. Esta vez, no era una de esas cartas extrañas ni confusas. Esta vez le pedía perdón.
Le pedía perdón por todo. Por sus palabras anteriores, por haber sido tan cruel con ella, por el odio absurdo hacia su nuevo novio. Samuel nunca quiso ser así, pero los celos lo devoraban por dentro. ¿Cómo podía verla feliz con alguien más? ¿Cómo podía soportar que ya no lo necesitara?
Llegó al casillero número 520, el de Isabela Cooper. Su Isabela. Su pequeña Isabela.
Selló la carta verde con cuidado, asegurándose de que quedara perfecta. Pero justo cuando estaba a punto de deslizarla por una de las ranuras, algo captó su atención. Había otra hoja, una hoja blanca, asomándose ligeramente. La tomó, sin pensarlo demasiado.
Una carta de Isabela. Ella le había escrito.
Un destello de esperanza iluminó su corazón. Quizás, pensó, ella quería saber quién era. Quizás finalmente se había dado cuenta de que todas esas cartas eran de él, y quería conocerlo. Con una sonrisa nerviosa, desdobló la hoja. Pero a medida que leía, la sonrisa se fue desvaneciendo, sustituida por una mueca de incredulidad, y luego por un dolor profundo.
"Eres un maldito cobarde."
Esas palabras resonaban en su mente, golpeándolo una y otra vez. No podía creer lo que estaba leyendo. Su corazón se rompía con cada frase. La dulzura que había imaginado en sus palabras no estaba allí. No había nada de comprensión, nada de amor. Solo rabia, solo desprecio. Isabela lo odiaba.
Apretó la hoja blanca entre sus dedos, arrugándola sin pensarlo. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, nublándole la vista. Quiso contenerlas, pero era inútil. Tiró la nota al suelo con rabia, con desesperación, como si así pudiera deshacerse del dolor que lo asfixiaba.
Miró la carta verde que aún sostenía en su mano. Esa carta que había escrito con tanto esfuerzo, con tanto sentimiento, pidiendo perdón por todo. ¿De qué servía ahora? La arrugó también, dejándola caer al suelo junto a la nota de Isabela. Todo había terminado.
Dio media vuelta, caminando sin rumbo, con el pecho oprimido y el alma rota. Había esperado que Isabela lo entendiera, que lo perdonara, que le devolviera algo de esperanza. Pero en lugar de repararlo, lo había destrozado más de lo que jamás imaginó.
Isabela no solo había roto su corazón. Lo había hecho pedazos.