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Primero, el vigía vio los pájaros. Un ejército en movimiento atrae a los carroñeros. Sobre todo a los alados, que se abatían sobre cualquier resto que se dejaba atrás: comida, desperdicios o cuerpos muertos, ya fueran caballos o humanos. Lo siguiente que vio fue el polvo. Y luego una inmensa y oscura mancha que apareció en el horizonte, avanzando lentamente, envolviendo todo lo que estaba a la vista. Un ejército habita, afecta y destruye el paisaje; es un gigante, una bestia hambrienta que consume todo a su paso y en la mayoría de los casos —como bien sabía Salah Al’din—, con tan solo verlo bastaba para hacer que el enemigo se rindiera. Aunque esta vez no. No cuando los enemigos eran asesinos. Para aquella campaña el líder sarraceno había levantado una modesta fuerza de diez mil miembros de infantería, caballería y otros seguidores. Con ellos tenía planeado aplastar a los asesinos, que ya habían atentado dos veces contra su vida y seguro que no fallarían a la tercera. Con la intención de llevar la batalla a sus puertas, había entrado con su ejército en las montañas de An-Nusayriyah, hacia las nueve ciudadelas que allí tenían los asesinos.
Habían llegado mensajes a Masyaf de que los hombres de Salah Al’din habían estado saqueando el campo, pero ninguno de los fuertes había caído; y de que Salah Al’din se dirigía a Masyaf, con la intención de conquistarla y reclamar la cabeza del líder asesino, Al Mualim. A Salah Al’din se le consideraba un líder moderado y justo, pero los asesinos le sulfuraban tanto como le ponían nervioso. Según se decía, su tío, Shihab Al’din, le había aconsejado que ofreciera un acuerdo de paz. El razonamiento de Shihab era que prefería tener a los asesinos de su parte, no en su contra. Pero no convenció al vengativo sultán y por eso su ejército se arrastraba hacia Masyaf en un radiante día de agosto de 1176, y un vigía en la torre de defensa de la ciudadela vio la bandada de pájaros, las grandes nubes de polvo y la mancha negra en el horizonte, y alzó un cuerno a sus labios para dar la alarma. La gente de la ciudad comenzó a almacenar provisiones y se trasladó a la seguridad de la ciudadela, abarrotando los patios.
Tenían el miedo grabado en sus rostros, pero muchos habían colocado tenderetes para continuar comerciando. Los asesinos, mientras tanto, empezaron a fortificar el castillo, se prepararon para encontrarse con el ejército, mientras observaban cómo la mancha se extendía por el hermoso paisaje verde, la gran bestia se alimentaba de la tierra y colonizaba el horizonte. Oyeron los cuernos, los tambores y los címbalos. Y pronto distinguieron las figuras cuando aparecieron entre la
calima: vieron miles. La infantería: lanceros, lanzadores de jabalina y arqueros, armenios, nubios y árabes. Vieron caballería: árabes, turcos y mamelucos, que llevaban sables, mazas, lanzas y espadas largas, algunos con cota de malla, otros con armadura de cuero. Vieron las literas de las nobles, los hombres sagrados y los revoltosos vasallos a la zaga: las familias, niños y esclavos. Observaron cómo los guerreros invasores alcanzaban el muro exterior y le prendían fuego, a los establos también; los cuernos seguían resonando y los címbalos retumbando. Dentro de la ciudadela, las mujeres del pueblo empezaron a llorar. Se imaginaban que sus casas serían las siguientes en ser incendiadas. Pero los edificios quedaron intactos y el ejército se detuvo en la aldea, por lo visto sin hacerle mucho caso al castillo. No enviaron a nadie, no hubo mensajes; simplemente acamparon. La mayoría de sus tiendas eran negras, pero en medio del campamento había un grupo de casetas más grandes, las dependencias del sultán Salah Al’din y sus generales más cercanos. En ellas, ondeaban unas banderas bordadas y las puntas de los postes de las tiendas eran granadas doradas mientras que las casetas estaban cubiertas de seda de colores muy vivos. En la ciudadela los asesinos meditaban sobre sus tácticas. ¿Asaltaría Salah Al’din la fortaleza o intentaría matarlos de hambre? Al caer la noche obtuvieron su respuesta. Debajo de ellos, el ejército empezó a reunir instrumentos para asediarlos. Las hogueras ardieron durante toda la noche. El sonido de las sierras y los martillos se alzaba hasta los oídos de aquellos que se encargaban de las murallas en la ciudadela, y hasta la torre del Maestro, donde Al Mualim convocó una asamblea de sus Maestros asesinos. —Nos han entregado a Salah Al’din —dijo Faheem al-Sayf, un Maestro asesino—. Es una oportunidad que no debemos dejar escapar. Al Mualim reflexionó. Miró desde la ventana de la torre y pensó en la caseta llena de colorido en la que estaría ahora sentado Salah Al’din, tramando su perdición y la de los asesinos. Pensó en el gran ejército del sultán y cómo habían arrasado el campo. Cómo el sultán sería más que capaz de alzar una fuerza incluso más grande si su campaña fracasara. Salah Al’din tenía un poder inigualable, pensó. Pero los asesinos tenían astucia. —Si Salah Al’din muere, los ejércitos sarracenos se derrumbarán —dijo Faheem. Pero Al Mualim negaba con la cabeza. —No lo creo. Shihab le sustituirá. —Es la mitad de líder que Salah Al’din. —Entonces será menos eficaz en repeler a los cristianos —rebatió Al Mualim con brusquedad. A veces se cansaba de la forma de actuar que tenía Faheem, como la de un halcón—. ¿Quieres que nos encontremos a su merced? ¿Deseas que nosotros, sus renuentes aliados, nos ongamos en contra del sultán? Somos los asesinos, Faheem. Nuestro propósito es solo nuestro. No pertenecemos a nadie. El silencio inundó la sala de olor dulce. —Salah Al’din no se fía de nosotros igual que nosotros no nos fiamos de él —dijo Al Mualim, después de meditarlo—. Deberíamos asegurarnos de que no se ha vuelto más cauteloso. A la mañana siguiente los sarracenos subieron un ariete y una torre de asedio por la pendiente principal, y mientras los arqueros montados turcos lanzaban lluvias de flechas a la ciudadela, atacaron la muralla externa con los instrumentos de asedio, bajo el fuego constante de los arqueros asesinos y las rocas y el aceite que echaban desde las torres de defensa. Los aldeanos se unieron a la batalla y acribillaron al enemigo con piedras desde los baluartes o sofocando el fuego, al tiempo que, en la entrada principal, los valientes asesinos salían por los portillos para contrarrestar los ataques de la infantería con los que trataban de acabar con ellos. El día terminó con gran cantidad de bajas en ambos bandos, mientras los sarracenos se retiraban colina abajo y encendían el fuego para iluminar la noche y poder reparar sus instrumentos de asedio y reunir más. Aquella noche, hubo bastante alboroto en el campamento y por la mañana se desmontó la caseta de colores vivos que pertenecía a Salah Al’din. Se marchó y se llevó consigo un pequeño grupo de escolta. Poco después, su tío, Shihab Al’din, subió la pendiente para dirigirse al Maestro de los asesinos.

Assassin'Creed La Cruzada SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora