Los ejércitos de Salah Al’din y Ricardo Corazón de León se habían encontrado en Arsuf y, de camino hacia allí, Altaïr se enteró —por un chismorreo que oyó en la herrería y en abrevaderos por el camino— de que, tras una serie de refriegas sin importancia, la batalla había comenzado aquella mañana, cuando los turcos de Salah Al’din lanzaron un ataque sobre las filas cruzadas. Mientras cabalgaba hacia allí, contra la corriente de los inquietos campesinos que querían escapar de la matanza, Altaïr vio columnas de humo en el horizonte. Al acercarse, distinguió a los soldados guerreando en una llanura a lo lejos. Puñados, enormes grupos oscuros en la distancia. Vio muchos hombres, miles, que se movían rápidamente a caballo, cargando contra el enemigo, pero estaban demasiado lejos para saber si los que cargaban eran sarracenos o cruzados. Más cerca, vio las estructuras de madera de las máquinas de guerra, al menos una en llamas. Ahora podía distinguir los altos crucifijos de madera de los cristianos, unas enormes cruces sobre plataformas con ruedas que la infantería empujaba hacia delante, y las banderas de los sarracenos y de los cruzados. El cielo se ensombreció por la lluvia de flechas de los arqueros a ambos bandos. Vio caballeros a caballo con picas, y jinetes sarracenos que hacían salidas devastadoras hacia las filas de los cruzados. Oía el sonido de los cascos sobre la llanura y el constante estrépito de los címbalos, los tambores, los gongs y las trompetas sarracenas. Oía el ruido de la batalla: el estruendo interminable de los gritos de los vivos, que todo lo abarcaba, los chillidos de los que morían, los agudos del acero sobre el acero y los relinchos lastimeros de los caballos heridos. Comenzó a encontrarse con animales sin jinete y cadáveres, tanto de sarracenos como de cruzados, con los brazos y las piernas extendidos en el suelo o sentados, muertos, apoyados en los árboles. Frenó a su montura justo a tiempo, porque de repente los arqueros sarracenos comenzaron a aparecer en la fila de árboles que había delante de él. Se bajó del caballo y rodó desde la vía principal para protegerse debajo de un carro vuelto del revés. Había por lo menos cien en total. Corrían por el camino, hacia los árboles del otro lado. Se movían rápido y se agachaban, como soldados que avanzaban a hurtadillas hacia territorio enemigo. Altaïr salió corriendo también hacia los árboles, siguiendo a los arqueros a una distancia prudente. Durante unos cuantos kilómetros fue detrás de ellos con sigilo; los sonidos de la batalla, las vibraciones, se hicieron cada vez más fuertes hasta que llegaron a una cordillera. Ahora estaban sobre la batalla principal, que rugía a sus pies, y por un momento su magnitud le dejó sin aliento. Por todas partes —hasta donde le alcanzaba la vista— había hombres, cadáveres, máquinas y caballos. Como en el asedio de Acre, se encontraba en medio de un conflicto fiero y salvaje, sin ningún bando propio. Lo que tenía era la Orden. Lo que tenía era una misión que proteger, debía detener a la bestia que sin darse cuenta había desatado. A su alrededor en la cordillera también había cadáveres, como si ya hubiera habido una batalla hacía un rato. Y desde luego que la había habido: quien consiguiera la cordillera tenía la ventaja de la altura, así que era probable que se disputara despiadadamente. En efecto, mientras subían, los sarracenos se encontraron con la infantería y los arqueros cruzados, y ambos bandos emitieron un gran grito. Los hombres de Salah Al’din tenían el elemento sorpresa y la delantera, por lo que la primera oleada de su ataque dejó cadáveres de caballeros a su paso; algunos caían de la cima a la guerra encarnizada de abajo. Pero mientras Altaïr observaba, agachado, los cruzados se las apañaron para reagruparse y empezó el combate en serio. Pasada la cordillera estaba el camino más seguro para ir detrás de las filas cruzadas, donde Ricardo Corazón de León estaría situado. Y llegar hasta él era la única esperanza que tenía para detener a Robert de Sablé. Se acercó a la batalla y se dirigió a su izquierda, rehuyendo a los combatientes. Se topó con un cruzado que estaba agachado en la maleza, observando la batalla y gimoteando, y le dejó atrás y siguió corriendo. De repente, se oyó un grito y dos cruzados salieron a su encuentro con los sables levantados. Se detuvo, cruzó los brazos y llegó hasta los hombros para desenvainar la espada con una mano y tirar de un cuchillo con la otra. Uno de los exploradores se agachó y él se acercó al otro, al que derribó cuando se percató de que no eran exploradores, sino centinelas. Aún sobre la batalla se dio cuenta de que estaba en la cima de una colina. A cierta distancia vio el estandarte de Ricardo Corazón de León y creyó vislumbrar al mismo rey, sentado a horcajadas sobre su inconfundible corcel, con su barba de color naranja encendida y el pelo brillante bajo el sol de la tarde. Pero ahora estaba llegando más infantería de retaguardia y se encontró rodeado de caballeros, con cotas de malla, haciendo ruido, las espadas alzadas y los ojos cargados con la batalla que había debajo de sus yelmos. Su tarea era proteger a su señor y Altaïr tenía que llegar hasta él. Durante unos largos momentos la batalla bulló. Altaïr danzó y corrió, a veces hiriéndose por el camino, con su espada ensangrentada destellando, y otras veces capaz de salir a toda velocidad y acercarse cada vez más a donde podía ver a Ricardo. El rey estaba en un claro. Había desmontado, sin fiarse del alboroto que se acercaba, y su escolta inmediata estaba formando un círculo a su alrededor para que no fuera un blanco fácil. Aun luchando, agitando la espada, los hombres caían a sus pies. Con la túnica manchada de sangre cruzada, Altaïr se libró de un ataque y pudo echar a correr. Vio a los tenientes del rey desenvainar las espadas, con miradas feroces bajo sus yelmos. Vio arqueros subiendo por las rocas de los alrededores, con la esperanza de encontrar una posición elevada para cargarse al intruso. —Esperad un momento —dijo Altaïr. Justo a pocos metros de distancia, miró al rey Ricardo a los ojos, incluso mientras sus hombres avanzaban—. Son palabras lo que traigo, no acero. El rey vestía de rojo majestuoso, con un león dorado bordado en el pecho. Era el único hombre entre ellos que no sentía miedo o pánico: estaba totalmente tranquilo en medio de la batalla. Levantó un brazo y sus hombres dejaron de avanzar y la batalla murió al instante. Altaïr agradeció ver a sus atacantes retroceder unos pasos y darle por fin espacio. Dejó caer el brazo que sostenía la espada. Mientras recuperaba el aliento, levantó los hombros y los dejó caer con fuerza, y supo que todos los ojos estaban clavados en él. Todas las espadas apuntaban a su barriga; todos los arqueros lo tenían en su punto de mira. En cuanto Ricardo diera la señal, caería. Pero Ricardo dijo: —¿Os rendís, entonces? Ya era hora. —No. Os equivocáis —dijo Altaïr—. Es Al Mualim el que me envía, no Salah Al’din. El rey se ensombreció. —¿Eres un asesino? ¿Qué significa esto? Y date prisa. Los hombres avanzaron un poco y los arqueros se tensaron. —Tenéis un traidor entre vosotros —anunció Altaïr. —¿Y te ha contratado para que me mates? —Preguntó el rey—. ¿Has venido a regodearte antes de atacar? No seré tan fácil. —No sois vos al que he venido a matar, sino a él. —Habla, pues, para que juzgue la verdad. —El rey Ricardo le hizo una señal a Altaïr para que avanzara—. ¿Quién es el traidor? —Robert de Sablé. Las cejas de Ricardo se levantaron por la sorpresa. —¿Mi teniente? —Su fin es la traición —dijo Altaïr sin alterarse. Intentaba escoger sus palabras con cuidado, desesperado para evitar que se le malinterpretara. Necesitaba que el rey le creyera. —No es como lo cuenta —dijo Ricardo—. Busca vengarse de vuestra gente por los estragos que causasteis en Acre. Y me inclino a apoyarlo. Algunos de mis mejores hombres murieron a manos de algunos de los vuestros. Así que Robert de Sablé ya tenía la atención del rey. Altaïr respiró hondo. Lo que estaba a punto de decir podría significar su muerte inmediata. —Fui yo el que los mató. Y por una buena razón. —Ricardo frunció el entrecejo pero Altaïr continuó—: Escuchadme. Guillermo de Montferrato quería utilizar a sus soldados para tomar Acre a la fuerza. Garnier de Naplouse usaba sus habilidades para adoctrinar y controlar al que se le resistiera. Sibrand tenía la intención de bloquear los puertos para impedir que vuestro reino facilitara ayuda. Os traicionaron. Según las órdenes de Robert. —¿Esperas que me crea esa historia descabellada? —exclamó Corazón de León. —Conocíais a esos hombres mejor que yo. ¿De verdad os sorprende enteraros de sus malas intenciones? Ricardo pareció reflexionar un momento y luego se volvió hacia uno de los hombres que estaban a su lado, el que llevaba un casco de cara completa. —¿Es eso verdad? —preguntó. El caballero se quitó el casco y esta vez sí era el auténtico Robert de Sablé. Altaïr le miró con un asco descarado al recordar sus crímenes. Aquel hombre había enviado a una mujer para que le sustituyera. Por un instante, los dos se miraron el uno al otro; era la primera vez que se encontraban desde la pelea bajo el Monte del Templo. Todavía respirando con dificultad, Altaïr apretó el puño. De Sablé sonrió con suficiencia, con el labio levantado, y luego se volvió hacia Ricardo. —Mi señor… —dijo con un tono exasperado—. Es un asesino el que está ante nosotros. Estas criaturas son maestros de la manipulación. Por supuesto que no es verdad. —No tengo motivos para engañaros —dijo Altaïr bruscamente. —Oh, claro que sí —dijo De Sablé con desdén—. Tienes miedo de lo que le ocurrirá a tu pequeña fortaleza. ¿Podrá resistir al poder conjunto de los ejércitos sarracenos y cruzados? Sonrió como si ya estuviera imaginándose la caída de Masyaf. —Me preocupa la gente de Tierra Santa —replicó Altaïr—. Si tengo que sacrificarme para que haya paz, que así sea. Ricardo los había estado observando con una expresión de desconcierto. —Esta es una situación extraña. Os acusáis el uno al otro… —No es momento para esto —dijo De Sablé—. Tengo que marcharme para reunirme con Saladino y conseguir su ayuda. Cuanto más nos retrasemos, más difícil será. Hizo como si se marchara, esperando, sin duda, que el asunto se hubiera terminado. —Espera, Robert —dijo Ricardo y apartó la vista de Roberto de Sablé para volver a mirar a Altaïr. Con un bufido de frustración, De Sablé preguntó bruscamente: —¿Por qué? ¿Qué queréis? Seguro que no le creéis… Señaló a Altaïr, que vio en los ojos de Robert que quizás el rey Ricardo tenía sus dudas. Tal vez incluso se inclinaba a creer la palabra de un asesino antes que la de un Templario. Altaïr contuvo la respiración. —Es una decisión difícil —contestó el rey— y no puedo tomarla solo. Debo dejarla en manos de alguien más sabio que yo. —Gracias. —No, Robert, tú no. —Entonces ¿quién? —El Señor. —Sonrió, como si estuviera contento de haber llegado a una correcta conclusión—. Que se decida en un combate. Seguro que Dios apoya a aquel cuya causa sea justa. Altaïr observó a Robert con detenimiento. Vio la expresión que reflejó el rostro del Templario. De Sablé sin duda recordaba la última vez que se habían encontrado, cuando venció fácilmente a Altaïr. Altaïr estaba recordando el mismo encuentro y se decía a sí mismo que ahora era un guerrero distinto: la última vez le había perjudicado la arrogancia, el motivo por el que le había derrotado con tanta facilidad. Estaba intentando no acordarse de la gran fuerza del caballero. Cómo había cogido a Altaïr para tirarlo sin apenas esfuerzo, como si levantara un saco de trigo. Aunque De Sablé sí lo recordaba y se volvió hacia el rey Ricardo con la cabeza gacha en señal de aprobación. —Si eso es lo que deseáis… —dijo. —Sí. —Así sea. A las armas, asesino. El rey y sus hombres de confianza se echaron a un lado mientras los miembros restantes de la escolta formaban un círculo alrededor de Altaïr y el sonriente De Sablé. A diferencia de Altaïr, no estaba extenuado por la batalla. Llevaba armadura mientras que Altaïr tan solo una túnica. No había sufrido los cortes y golpes que Altaïr había recibido en su lucha por alcanzar el claro. Eso lo sabía también. Mientras se ponía los guantes de cota de malla y uno de los hombres se acercaba para ayudarle con el casco, sabía que le sacaba ventaja en todos los aspectos. —Así que —dijo provocando— nos enfrentamos una vez más. Esperemos que representes mayor desafío en esta ocasión. —No soy el hombre al que te enfrentaste dentro del Templo —dijo Altaïr, levantando la espada. El estruendo de la gran batalla de Arsuf parecía ahora distante; su mundo se había reducido a nada más que aquel círculo. Solo él y De Sablé. —A mí me pareces el mismo —dijo Robert de Sablé. Alzó la espada para dirigirse a Altaïr. En respuesta, el asesino hizo lo mismo. Robert de Sablé se quedó con el peso cargado sobre el pie de atrás, pues era evidente que esperaba un primer ataque por parte de Altaïr. Pero el asesino presentó la primera sorpresa del duelo y permaneció inmóvil, esperando que De Sablé atacara. —Las apariencias engañan —dijo. —Cierto. Cierto —dijo De Sablé con una sonrisa irónica y, al segundo siguiente, atacó y cortó fuerte con la espada. El asesino le bloqueó. La fuerza del golpe de Robert de Sablé casi le quita la espada de la mano, pero la esquivó y saltó a un lado para intentar encontrar una vía entre los guardias de su contrincante. El sable del Templario pesaba tres veces más que su hoja, y aunque los caballeros eran famosos por su dedicación al entrenamiento con espada y normalmente tenían la misma fuerza, eran, sin embargo, más lentos. De Sablé podría haber sido más demoledor en su ataque, pero no más rápido. Así era como Altaïr podía derrotarle. Su error anterior había sido permitir a De Sablé utilizar sus ventajas. Su fuerza iba a privarle de ellas. Aún seguro de sí mismo, De Sablé continuó. —Pronto esto habrá acabado y Masyaf caerá —masculló, con la poderosa hoja tan cerca que Altaïr oyó el silbido al pasar junto a su oreja. —Mis hermanos son más fuertes de lo que crees —respondió. Su acero chocó una vez más. —Pronto sabremos cuál es la verdad. De Sablé sonrió con sorna. Pero Altaïr dio un brinco. Se defendió, esquivó y desvió los golpes, abriendo cortes en De Sablé y tajos en la malla, con dos o tres porrazos sensacionales en su yelmo. Luego De Sablé comenzó a retirarse para recuperar fuerzas, tal vez al darse cuenta de que Altaïr no sería tan fácil de matar como había supuesto. —Oh —dijo—. Así que el niño ha aprendido a usar la espada. —He practicado mucho. Tus hombres lo han podido comprobar. —Fueron sacrificados por una causa mayor. —Como tú. De Sablé dio un salto hacia delante, blandiendo su gran espada y casi quitándole de la mano a Altaïr la suya. Pero el asesino se agachó y giró con un movimiento natural para embestir con la empuñadura de su arma, lo que hizo a De Sablé retroceder a trompicones y caer sobre sus propios pies. El aliento salió de él y lo que evitó que cayera al polvo fueron los caballeros que formaban el círculo, que le enderezaron para que se quedara de pie, lleno de furia y respirando con dificultad. —¡Se ha acabado la hora de los juegos! —bramó, como si al decirlo en voz alta se hiciera de algún modo realidad, y saltó hacia delante, pero ahora sin ninguna gracia. Con nada más mortal que la esperanza ciega. —Acabó hace mucho tiempo —dijo Altaïr. Sintió una gran calma al saber que ahora era un puro asesino. Que iba a derrotar a Robert de Sablé tanto con la mente como con la fuerza. Y mientras De Sablé atacaba de nuevo, aunque peor esta vez, más desesperado, Altaïr le esquivó con facilidad. —No sé de dónde viene tu fuerza… —dijo De Sablé entre jadeos—. Debes de tener algún truco. ¿O son drogas? —Es como tu rey ha dicho. La rectitud siempre triunfará sobre la codicia. —¡Mi causa es justa! —gritó De Sablé, gruñendo mientras alzaba la espada, casi tan lentamente que exasperaba. Altaïr vio las caras de sus hombres. Los vio esperar que diera el golpe definitivo. Y lo hizo. Llevó la espada derecha hacia el centro de la cruz roja que llevaba De Sablé y abrió la malla del caballero para perforar su pecho.
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Assassin'Creed La Cruzada Secreta
FanfictionLa historia jamás contada de Altaïr, el Maestro Asesino, Nicolás Polo, padre de Marco, por fin revelará la historia que ha mantenido en secreto toda su vida: la historia de Altaïr, uno de los Asesinos más extraordinarios de la Hermandad.