20 de junio de 1257
Aquella mañana me desperté con Maffeo sacudiéndome el hombro. No con especial delicadeza, debería añadir. Sin embargo, su insistencia estaba provocada por el interés en mi historia. Así que al menos debía estar agradecido. —¿Y bien? —dijo.—¿Y bien qué? Si sonaba dormido, bueno, era porque lo estaba. —¿Qué le pasó a Ahmad? —Eso lo descubrí más tarde, hermano. —Pues cuéntamelo. Mientras me sentaba en la cama, reflexioné sobre el tema. —Creo que lo mejor es que te cuente las historias tal y como me las contaron a mí —dije por fin—. Altaïr, aunque está envejeciendo, es un narrador de relatos buenísimo. Debo seguir tal y como él la narró. Y lo que te conté ayer formó la mayor parte de nuestro primer encuentro. Un episodio que tuvo lugar cuando solo tenía once años. —Traumático para cualquier niño —meditó Maffeo—. ¿Qué fue de su madre? —Murió al dar a luz. —¿Altaïr se quedó huérfano a los once años? —Sí. —¿Qué le ocurrió? —Bueno, ya sabes qué le ocurrió. Está sentado en su torre y… —No, me refiero a qué paso después de morir su padre. —Eso también tendrá que esperar, hermano. La siguiente vez que vi a Altaïr había avanzado quince años en su narración, a un día en el que se encontraba arrastrándose por las oscuras y empapadas catacumbas debajo de Jerusalén…
Era el año 1191. Habían pasado más de tres años desde que Salah Al’din y sus sarracenos habían tomado Jerusalén. Los cristianos habían reaccionado rechinando los dientes, dando patadas en el suelo y cobrando impuestos al pueblo para financiar su Tercera Cruzada. Y una vez más los hombres en cota de malla habían marchado a Tierra Santa y habían asediado sus ciudades. El rey Ricardo de Inglaterra, al que llamaban Corazón de León —tan cruel como valiente—, hacía poco que había vuelto a tomar Acre, pero su mayor deseo era Jerusalén, un lugar santo. Y ningún otro sitio en Jerusalén era más sagrado que el Monte del Templo y las ruinas del Templo de Salomón, hacia las que avanzaban Altaïr, Malik y Kadar. Se movían rápido, pero a hurtadillas, aferrándose a los laterales de los túneles, sin que apenas sus suaves botas tocaran la arena. Altaïr iba delante, Malik y Kadar unos pasos detrás, todos con los sentidos adaptados al entorno y el pulso acelerándose mientras se acercaban al Monte. Las catacumbas tenían miles de años de antigüedad y así lo parecía; Altaïr veía arena y polvo cayendo de los soportes inestables de madera, mientras bajo sus pies el suelo estaba mullido, la arena mojada por el agua que goteaba constantemente desde arriba (una especie de canal que habría por allí cerca). El aire estaba cargado por el olor a azufre, por los faroles empapados en betún que bordeaban las paredes del túnel. Altaïr fue el primero en oír al sacerdote. Por supuesto que fue él. Era el líder, el Maestro asesino; sus habilidades eran mayores y sus sentidos, más agudos. Se detuvo. Se tocó la oreja, luego levantó la mano y los tres se quedaron inmóviles, como espectros en el pasadizo. Al mirar atrás, estaban esperando su próxima orden. Los ojos de Kadar brillaron, expectantes; la mirada de Malik era atenta, férrea. Los tres contuvieron la respiración. A su alrededor el agua goteaba y Altaïr escuchó atentamente los murmullos del sacerdote. La falsa devoción cristiana de un Templario.
Altaïr colocó las manos a su espalda y sacudió la muñeca para sacar su hoja al tiempo que notaba el tirón familiar del mecanismo del anillo que llevaba en el dedo meñique. Guardaba la hoja de tal modo que el ruido que hacía al deslizarse apenas se oía; además, la había activado a la vez que caían las gotas de agua para asegurarse. Gota… gota… zas. Llevó los brazos hacia delante y la hoja de su mano izquierda reflejó una parpadeante luz de antorcha, sedienta de sangre. Altaïr se colocó plano contra la pared del túnel, avanzó a hurtadillas, dobló una ligera curva hasta que pudo ver al sacerdote arrodillado en el túnel. Llevaba la túnica de un Templario. Sin duda, estaba en busca de su tesoro. Se le aceleró el corazón. Era tal y como él había pensado. La ciudad bajo el control de Salah Al’din no iba a detener a los hombres de la cruz roja. Ellos también tenían asuntos en el Monte. ¿Qué asuntos? Altaïr tenía la intención de averiguarlo, pero antes… Primero tendría que encargarse del sacerdote. Muy agachado, se colocó detrás del hombre arrodillado, que estaba rezando e ignoraba la proximidad de la muerte. Altaïr puso el peso en el pie que tenía delante, flexionó un poco la rodilla, alzó la hoja y echó la mano hacia atrás, preparado para golpear. —¡Espera! —dijo Malik entre dientes desde atrás—. Tiene que haber otra manera… No hace falta que este muera. Altaïr le ignoró. Con unaveriguarlo, pero antes… Primero tendría que encargarse del sacerdote. Muy agachado, se colocó detrás del hombre arrodillado, que estaba rezando e ignoraba la proximidad de la muerte. Altaïr puso el peso en el pie que tenía delante, flexionó un poco la rodilla, alzó la hoja y echó la mano hacia atrás, preparado para golpear. —¡Espera! —dijo Malik entre dientes desde atrás—. Tiene que haber otra manera… No hace falta que este muera. Altaïr le ignoró. Con un movimiento fluido agarró el hombro del sacerdote con la mano derecha y con la izquierda le clavó la punta de la hoja en la nuca, cortándole entre el cráneo y la primera vértebra de la columna. El sacerdote no tuvo tiempo de gritar: la muerte fue casi instantánea. Casi. El cuerpo se agitó y se tensó, pero Altaïr lo sostuvo firme mientras notaba con un dedo en la arteria carótida cómo su vida se consumía. Poco a poco, el cuerpo se relajó y Altaïr dejó que se encogiera en silencio, en el suelo donde estaba, con un charco de sangre que se extendía y manchaba la arena. Había sido rápido, no se había oído. Pero cuando Altaïr retiró la hoja, vio cómo le miraba Malik y la acusación que reflejaban sus ojos. Hizo lo que pudo para reprimir una expresión desdeñosa ante la debilidad de Malik. El hermano de Malik, Kadar, en cambio, miraba el cadáver del sacerdote con una mezcla de asombro y sobrecogimiento. —Excelente forma de matar —dijo entre jadeos—. La fortuna favorece tu hoja. —La fortuna no —alardeó Altaïr—, la destreza. Quédate observando un rato más y puede que aprendas algo. Cuando lo dijo, examinó a Malik detenidamente, al ver los ojos del asesino brillando por el enfado, los celos y, sin duda, por el respeto que Kadar le tenía a Altaïr. En efecto, Malik se volvió hacia su hermano. —Sí, te enseñará cómo ignorar todo lo que nos enseñó el Maestro. Altaïr le miró con desdén una vez más. —¿Y cómo lo habrías hecho tú? —No habría atraído la atención sobre nosotros. No le habría quitado la vida a un inocente. Altaïr suspiró. —No importa cómo terminemos nuestra tarea, tan solo que la hagamos. —Pero ese no es el modo… —empezó a decir Malik. Altaïr le miró fijamente. —Mi manera de actuar es mejor. Por un momento ambos se fulminaron con la mirada. Incluso en aquel túnel frío, húmedo y empapado, Altaïr podía ver en los ojos de Malik la insolencia, el resentimiento. Sabía que tendría que tener cuidado con eso. Por lo visto, Malik era un enemigo a la espera. Pero si tenía planes para suplantar a Altaïr, era evidente que Malik había decidido que ahora no era el momento adecuado para plantarse. —Reconoceré el terreno más adelante —dijo—. Trata de no deshonrarnos más. Cualquier castigo por aquella insubordinación en particular tendría que esperar, decidió Altaïr cuando Malik se fue y subió el túnel en dirección al Templo. Kadar le observó mientras se marchaba y luego se volvió hacia Altaïr. —¿Cuál es nuestra misión? —preguntó—. Mi hermano no me ha dicho nada, tan solo que debería sentirme honrado por que me hubieran invitado. Altaïr contempló al joven entusiasta. —El Maestro cree que los Templarios han encontrado algo bajo el Monte del Templo. —¿Un tesoro? —preguntó Kadar, emocionado. —No lo sé. El Maestro lo considera importante; si no, no me hubiera pedido que lo recuperara. Kadar asintió y, tras un gesto de Altaïr con la mano, salió como una flecha para reunirse con su hermano y dejó a Altaïr solo en el túnel. Mientras reflexionaba, bajó la vista hacia el cadáver del sacerdote, que tenía un halo de sangre en la arena, alrededor de su cabeza. Puede que Malik tuviera razón. Había otros modos de silenciar a un sacerdote, no tenía por qué morir. Pero Altaïr lo había matado porque… Porque podía. Porque era Altaïr Ibn-La’Ahad, hijo de un asesino. El más experto de la Orden. Un Maestro asesino. Se puso en camino, hacia una serie de hoyos, donde la niebla flotaba en sus profundidades, y saltó con facilidad a la primera viga transversal, aterrizando ágilmente, agachado como un gato, con respiración regular, al tiempo que disfrutaba de su propio poder y porte atlético. Saltó a la siguiente y a la otra y luego llegó a donde Malik y Kadar le estaban esperando. Pero en vez de reconocerlos, pasó de largo, el sonido de sus pies como un susurro sobre el suelo, apenas sin rozar la arena. Delante de él había una escalera alta, que cogió a toda velocidad, subió rápido y en silencio, y solo aminoró el paso cuando llegó al final, donde se detuvo a escuchar y a oler el aire. A continuación, muy despacio, alzó la cabeza para ver una cámara elevada, y allí, tal y como él esperaba, había un guardia de espaldas a él, vestido con el traje de Templario: una chaqueta acolchada de gambesón, unas mallas, cota de malla y la espada en la cadera. Altaïr, callado e inmóvil, le estudió durante unos instantes, tomó nota de su postura, de la inclinación de sus hombros. Bien. Estaba cansado y distraído. Silenciarlo sería fácil. Despacio, Altaïr se levantó del suelo donde había estado agachado por un momento, estabilizó su respiración y observó al Templario con detenimiento, antes de acercársele por la espalda, enderezarse y alzar las manos: la izquierda, una garra, y la derecha, preparada para sujetarle y acallar al guardia. Entonces golpeó y sacudió la muñeca para sacar la hoja, que saltó hacia delante en el mismo instante en que él embistió contra la columna vertebral del guardia y extendió la mano derecha para contener el grito del hombre. Durante un segundo permanecieron en un macabro abrazo y Altaïr notó bajo su mano el cosquilleo del último grito amortiguado de su víctima. Entonces el guardia se contrajo, Altaïr lo llevó hasta el suelo con cuidado y se inclinó para cerrarle los ojos. Le habían castigado por su fallo en el puesto de vigía, pensó tristemente mientras se levantaba para apartarse del cadáver y unirse a Malik y Kadar y pasaban bajo el arco que habían vigilado tan mal. Una vez al otro lado, se encontraron en el nivel superior de una cámara inmensa; por un instante Altaïr se quedó asimilándola y de pronto se sintió intimidado. Era la ruina del legendario Templo de Salomón, que decían que había sido construido en el año 960 a. C. por el rey Salomón. Si Altaïr estaba en lo cierto, ahora estaban contemplando la casa mayor del Templo, su Lugar Sagrado. Los primeros escritos hablaban del Lugar Sagrado, cuyas paredes estaban cubiertas de cedro, de querubines tallados, palmeras y flores abiertas, estampadas en relieve con oro, pero el Templo ahora era una sombra de lo que había sido. No obstante, incluso despojado de su dorado, seguía siendo un sitio de reverencia y, a su pesar, Altaïr se maravilló al verlo. Detrás de él, sus dos compañeros estaban incluso más intimidados. —Allí… Esa debe de ser el arca —dijo Malik, señalando a través de la sala. —El arca de la alianza —dijo Kadar entrecortadamente al verla también. Altaïr se había recuperado y se asomó para ver a los dos hombres como un par de estúpidos comerciantes, encandilados al ver las resplandecientes baratijas. ¿El arca de la alianza? —No seáis tontos —les reprendió—. No existe tal cosa. Es solo una leyenda. Pero al mirar, estuvo un poco menos seguro. Sin duda la caja tenía todas las propiedades de la fabulosa arca. Era como los profetas siempre la habían descrito: chapada completamente en oro, con una tapa dorada adornada con querubines y unos círculos para introducir los palos que se utilizarían para transportarla. Y Altaïr advirtió que tenía algo… Una especie de aura… Apartó la vista de ella. Asuntos más importantes necesitaban su atención, concretamente los dos hombres que acababan de entrar en el nivel inferior, con las botas crujiendo sobre lo que una vez había sido un suelo de abeto, pero ahora tan solo era piedra. Allí se hallaban los Templarios y su líder ya estaba dando órdenes. —La quiero al otro lado de la puerta antes del amanecer —les dijo, refiriéndose sin duda alguna al arca—. Cuanto antes la tengamos, antes podremos centrar nuestra atención en esos chacales de Masyaf. Hablaba con acento francés y, al acercarse a la luz, vieron su capa distintiva, la de un Gran Maestro Templario. —Robert de Sablé —dijo Altaïr—. Su vida es mía. Malik se volvió contra él, enfadado. —No. Nos han pedido que recuperemos el tesoro y nos encarguemos de Robert solo si es necesario. Altaïr, harto del desafío constante de Malik, se volvió hacia él. —Se interpone entre el arca y nosotros —dijo entre dientes, encolerizado—. Diría que es necesario. —Discreción, Altaïr —le rogó Malik. —Querrás decir cobardía. Ese hombre es nuestro mayor enemigo y ahora tenemos la oportunidad de deshacernos de él. Aun así Malik alegó: —Ya has roto dos principios de nuestro Credo. Ahora romperás el tercero. No comprometas a la Hermandad. Al final Altaïr soltó: —Soy superior a ti, tanto por mi título como por mi capacidad. Deberías pensártelo antes de cuestionarme. Y al decir aquello, se dio la vuelta, bajó rápidamente por la
primera escalera hasta un balcón inferior y luego llegó al suelo, donde caminó con seguridad hacia un grupo de caballeros. Lo vieron acercarse y se volvieron hacia él, con las manos en la empuñadura de sus espadas y la mandíbula tensa. Altaïr sabía que estarían observándolo, observando al asesino, mientras se deslizaba por el suelo hacia ellos, con el rostro oculto por la capucha, la túnica y el fajín cayendo a su alrededor, la espada en la cadera y las empuñaduras de sus espadas cortas asomando por el hombro derecho. Sabía el miedo que estarían sintiendo. Y él a su vez los observaba a ellos, evaluando mentalmente a cada hombre: cuál de ellos era un espadachín diestro, cuál lucharía con la izquierda; quién sería el más veloz y quién el más fuerte, al tiempo que prestaba especial atención al líder. Robert de Sablé era el más grande, el más poderoso. Llevaba la cabeza rapada y en su cara estaban grabados los años de experiencia, cada uno de los que habían contribuido a su leyenda, la del caballero tan famoso por su habilidad con la espada como por su crueldad y falta de misericordia. Altaïr sabía muy bien que, de los presentes, ese era el más peligroso; tendría que neutralizarlo el primero. Oyó que Malik y Kadar bajaban las escaleras y miró atrás para verlos seguir su ejemplo. Kadar tragó, nervioso, y los ojos de Malik reflejaron su desaprobación. La tensión de los Templarios aumentó al ver a dos asesinos más, crecía el número. Cuatro de ellos rodearon a De Sablé, alertas, y el ambiente se cargó de miedo y suspense. —Esperad, Templarios —dijo Altaïr, cuando estuvo lo bastante cerca de los cinco caballeros. Se dirigió a De Sablé, que tenía una fina sonrisa en los labios y las manos colgando a los costados. A diferencia de sus compañeros, estaba preparado para el combate, pero relajado, como si la presencia de tres asesinos no le importara demasiado. Altaïr le haría pagar por su arrogancia—. No sois los únicos que tenéis asuntos aquí —añadió. Los dos hombres se evaluaron. Altaïr movió su mano derecha, como si estuviera dispuesto a agarrar la empuñadura de la espada en su cinturón. Quería mantener la atención de De Sablé allí, cuando en realidad la muerte le llegaría con un corte limpio de la izquierda. Sí, decidió. Haría un amago con la derecha, pero atacaría con la izquierda. Despacharía a Robert de Sablé con la hoja y sus hombres huirían, lo que permitiría a los asesinos recuperar el tesoro. Todos hablarían de la gran victoria de Altaïr al luchar contra el Gran Maestro Templario. Malik —ese cobarde— tendría que callarse, su hermano quedaría maravillado de nuevo, y al regresar a Masyaf los miembros de la Orden venerarían a Altaïr; Al Mualim le honraría personalmente y el camino de Altaïr hacia el puesto de Maestro estaría asegurado. Altaïr miró a los ojos de su oponente. Imperceptiblemente dobló la mano izquierda para comprobar la tensión del mecanismo de la hoja. Estaba preparado. —¿Y qué es lo que queréis? —preguntó De Sablé, con aquella misma sonrisa despreocupada. —Sangre —se limitó a responder Altaïr y atacó. Con una velocidad inhumana, saltó sobre De Sablé al tiempo que activaba la hoja y hacía un amago con la mano derecha, aunque golpeó con la izquierda, tan rápido y mortal como una cobra. Pero el Gran Maestro Templario fue más rápido y astuto que él y se había anticipado. Cogió al asesino en mitad del ataque, por lo visto con facilidad, de modo que Altaïr se detuvo en seco, incapaz de moverse, de pronto terriblemente indefenso. Y en aquel momento Altaïr se dio cuenta de que había cometido un grave error. Un error garrafal. En aquel momento supo que no era De Sablé el arrogante, sino él. De repente ya no se sentía como Altaïr el Maestro asesino. Se sentía como un niño débil e impotente. Peor, como un niño fanfarrón. Forcejeó, pero se percató de que apenas podía moverse, De Sablé le sujetaba sin ningún esfuerzo. Notó una fuerte punzada de vergüenza al pensar que Malik y Kadar estarían viendo cómo le reducían. La mano de su oponente le apretó la garganta y empezó a respirar con dificultad mientras el Templario le empujaba con la cara. Una vena en su frente latió con fuerza. —No sabes dónde te metes, asesino. Te perdonaré la vida tan solo para que vuelvas con tu Maestro y le des este mensaje: él y los suyos han perdido Tierra Santa. Debería huir ahora que tiene la oportunidad. Si os quedáis, todos vosotros moriréis. Altaïr se atragantó y resopló, su visión empezó a nublarse y luchó por no quedar inconsciente mientras De Sablé le retorcía con facilidad como si se tratara de un recién nacido y lo lanzaba hacia la pared del fondo de la cámara. Altaïr se estampó contra la roca antigua y fue a parar al salón del otro lado, donde permaneció aturdido por un instante, cuando oyó el estruendo de las vigas y los enormes pilares de la estancia al caer. Levantó la vista y vio que su entrada al Templo estaba bloqueada. Al otro lado oyó los gritos de Robert de Sablé: —Hombres. A las armas. ¡Matad a los asesinos! Se puso de pie enseguida y salió disparado hacia los escombros para tratar de encontrar un lugar por donde pasar. Mientras la vergüenza y la impotencia ardían en su interior, oyó los gritos de Malik y Kadar, sus gritos al morir, y al final agachó la cabeza, se dio la vuelta y comenzó a salir del Templo para continuar el viaje hacia Masyaf. Una vez allí, le daría la noticia al Maestro. La noticia de que había fracasado. Él, el gran Altaïr, había llevado la deshonra a sí mismo y a la Orden. Cuando por fin salió de las entrañas del Monte del Templo el sol resplandecía y Jerusalén estaba llena de vida. Pero Altaïr nunca se había sentido tan solo.
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Assassin'Creed La Cruzada Secreta
FanfictionLa historia jamás contada de Altaïr, el Maestro Asesino, Nicolás Polo, padre de Marco, por fin revelará la historia que ha mantenido en secreto toda su vida: la historia de Altaïr, uno de los Asesinos más extraordinarios de la Hermandad.