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Poco después Altaïr estaba entrando a hurtadillas en el almacén donde preparaban el envío. Echó un vistazo y no le gustó lo que encontró. No había guardias. Ni acólitos. Avanzó dos pasos y luego se detuvo. No. ¿En qué estaba pensando? Todo lo del almacén estaba mal. Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse cuando de repente la puerta se cerró y se oyó el sonido inconfundible de un cerrojo al encajar en su sitio. Maldijo y desenvainó la espada. Avanzó sigilosamente, con los sentidos adaptándose poco a poco a la oscuridad, la humedad, el olor de las antorchas y… Algo más. Un olor a ganado que Altaïr creyó más humano que animal. Las escasas llamas de las antorchas proyectaban luz en las paredes oscuras y resbaladizas, y de algún sitio provenía un goteo de agua.
El siguiente sonido que oyó fue un débil gemido. Como la vista se le iba adaptando gradualmente, avanzó poco a poco y vio unos cajones, barriles y luego… una jaula. Se acercó más y casi retrocedió por lo que descubrió. Había un hombre dentro. Un hombre patético y tembloroso, sentado con las piernas hacia el pecho, que contemplaba a Altaïr con unos ojos lastimeros y llorosos. —Ayúdame —dijo. Entonces, Altaïr oyó detrás otro sonido y se dio la vuelta para ver a un segundo hombre. Estaba suspendido de la pared, con grilletes en las muñecas y los tobillos. La cabeza le colgaba sobre el pecho y el pelo sucio le caía sobre la cara, pero sus labios parecían moverse como si estuviera rezando. Altaïr se acercó a él. Entonces, al oír otra voz a sus pies, bajó la mirada para ver una reja de hierro incrustada en la piedra del suelo del almacén. Asomado estaba el rostro asustado de otro esclavo y sus dedos huesudos se estiraban entre los barrotes para atraer a Altaïr. Más allá, en el hoyo, el asesino vio más formas oscuras oyó un deslizamiento y más voces. Por un momento fue como si la habitación estuviera llena de las súplicas de los que estaban allí encerrados. —Ayúdame, ayúdame. Un sonido insistente e implorante que le hacía tener ganas de taparse los oídos. Hasta que, de pronto, oyó una voz más alta: —No deberías haber venido aquí, asesino. «Talal, seguro». Altaïr se volvió en dirección al ruido y vio que las sombras se movían en un balcón que había encima de él. ¿Arqueros? Se puso tenso y se agachó, con la espada preparada, para estar lo menos a tiro posible. Pero si Talal le quería muerto, ya lo hubiera estado. Había caído en la trampa del traficante de esclavos —el fallo de un tonto, de un principiante—, pero todavía no se había descubierto del todo. —Pero no eres de los que escuchan —se burló Talal—, por si acaso comprometes a tu Hermandad. Altaïr avanzó sigilosamente, todavía intentando localizar a Talal. Estaba arriba, de eso estaba seguro. Pero ¿dónde? —¿Creías que no me enteraría de tu presencia? —Continuó la voz incorpórea, con una risa—. Supe de ti en cuanto entraste en esta ciudad, tal es mi alcance. Abajo oyó un sollozo y, al mirar, vio más barrotes, más rostros sucios y llenos de lágrimas con la vista clavada en él desde la oscuridad. —Ayúdame… Sálvame. Había más jaulas, más esclavos, hombres y mujeres: mendigos, prostitutas, borrachos y locos. —Ayúdame. Ayúdame.
—Así que hay esclavos aquí —dijo Altaïr—, pero ¿dónde están los esclavistas? Talal le ignoró. —Contempla mi trabajo en toda su gloria —anunció y brillaron más luces, que revelaron más rostros asustados y suplicantes. Delante de Altaïr se abrió una segunda puerta que le dejó entrar en otra sala. Subió por unas escaleras que daban a un gran espacio con una galería que, sobre él, le rodeaba por todas partes. Allí vio a figuras imprecisas y agarró bien su espada.
—¿Y ahora qué, esclavista? —dijo. Talal estaba intentando asustarle. Algunas cosas le daban miedo a Altaïr, era cierto, pero nada de lo que el dueño de esclavos fuera capaz, de eso estaba seguro. —No me llames así —gritó Talal—. Tan solo quiero ayudarles. Como me ayudaron a mí. Altaïr aún seguía oyendo los gemidos de los esclavos que estaban en la cámara de abajo. No creía que ellos lo consideraran ayuda. —No les haces ningún favor encerrándoles de esta manera —dijo a la oscuridad. Aun así Talal continuó escondido. —¿Encerrándoles? Los mantengo a salvo, los preparo para el viaje que les espera. —¿Qué viaje? —Se burló Altaïr—. No es más que una vida de servidumbre. —No sabes nada. Ha sido una locura traerte aquí. Pensar que verías y comprenderías. —Lo entiendo muy bien. Te falta valor para enfrentarte a mí y eliges esconderte entre las sombras. Basta de charlas. Muéstrate. —Ah… Así que quieres ver al hombre que te ha hecho venir hasta aquí, ¿eh? Oyó un movimiento en la galería. —Tú no me has hecho venir hasta aquí —gritó—. He venido por mi propia cuenta. La risa retumbó desde los balcones sobre él. —¿Ah, sí? —Se mofó Talal—. ¿Quién desatrancó la puerta? ¿Y despejó el camino? ¿Alzaste tu hoja contra alguno de mis hombres? No. Todo esto lo he hecho por ti. Algo se movió en el techo sobre la galería y proyectó un parche de luz sobre el suelo de piedra. —Ponte a la luz, entonces —dijo Talal desde arriba—, y te concederé un último favor. Una vez más, Altaïr se dijo para sus adentros que si Talal le quisiera muerto, sus arqueros ya le habrían cubierto de flechas, así que se puso a la luz. Al hacerlo, unos hombres enmascarados salieron de las sombras de la galería, saltaron abajo sin hacer ruido y le rodearon. Le miraban con ojos desapasionados, las espadas colgaban de sus costados y sus pechos subían y bajaban. Altaïr tragó saliva. Eran seis. Todo un desafío. Entonces se oyeron unos pasos arriba y miró hacia la galería donde Talal había salido de la penumbra y desde donde le estaba contemplando. Llevaba una túnica a rayas y un cinturón ancho. En el hombro tenía un arco. —Ahora me tienes delante —dijo con las manos extendidas, sonriendo como si recibiera calurosamente a un invitado en su casa—. ¿Qué deseas? —Baja aquí. —Altaïr hizo un gesto con su espada—. Resolvamos esto con honor. —¿Por qué siempre recurres a la violencia? —Contestó Talal, cuya voz sonaba casi como si Altaïr le hubiera decepcionado, antes de añadir—: Por lo visto no puedo ayudarte, asesino, porque tú no quieres ayudarte a ti mismo. Y no puedo permitir que amenaces mi trabajo. No me dejas otra opción: debes morir. Les hizo señas a sus hombres. Ellos alzaron las espadas. Luego atacaron.
Altaïr gruñó y se encontró esquivando a dos a la vez, haciéndoles retroceder y después centrando su atención en un tercero. Los otros esperaron su turno: enseguida se dio cuenta de que su estrategia era atacarle de dos en dos. Podía con eso. Agarró a uno y le alegró ver sus ojos muy abiertos por la impresión encima de su máscara, después lo lanzó hacia atrás, hacia un quinto oponente, y ambos chocaron contra un andamio que se desmoronó a su alrededor. Altaïr se aprovechó de su posición atacó con la punta de su espada, oyó un grito y un ruido de muerte que provenía del hombre despatarrado en el suelo. Sus agresores se volvieron a reunir y se miraron entre ellos mientras poco a poco le iban rodeando. Se dio la vuelta con ellos, sosteniendo la espada, sonriendo, casi disfrutando de aquel momento. Lo veía en sus rostros. Eran cinco, entrenados, enmascarados, contra un solo asesino. Habían creído que era una presa fácil, pero una refriega más tarde ya no estaban tan seguros.
Escogió a uno. Un viejo truco que le había enseñado Al Mualim para cuando se enfrentara a múltiples oponentes. Altaïr clavó a propósito la mirada en uno de los guardias que tenía justo enfrente… «No ignores a los demás, pero céntrate en uno. Conviértelo en tu objetivo. Hazle saber que es tu objetivo». Sonrió. El guardia gimoteó. «Después, acaba con él». Como una serpiente, Altaïr atacó y arremetió contra el guardia, que fue demasiado lento para reaccionar. Se quedó mirando la hoja de Altaïr mientras se la clavaba en el pecho y gimió mientras se hundía de rodillas. Desgarrando la carne, Altaïr retiró la espada y centró su atención en el siguiente hombre. «Elige a uno de tus oponentes…». En vez de agresor, el guardia parecía aterrorizado, y su espada empezó a temblar. Gritó algo en un dialecto que Altaïr no entendía, luego avanzó desordenadamente, con la esperanza de llevar la batalla hacia Altaïr, que lo esquivó y le rajó el estómago. Quedó satisfecho al ver derramarse de la herida sus tripas brillantes. Desde arriba, la voz de Talal convenció a sus hombres para que atacaran aunque hubiera caído otro, y los dos que quedaban arremetieron a la vez. Ya no parecían tan intimidantes, llevaran o no máscaras. Parecían lo que eran: hombres asustados a punto de morir. Altaïr derribó a otro y la sangre salió a chorros de su cuello cortado. El último se dio la vuelta y echó a correr, con la esperanza de encontrar refugio en la galería. Pero Altaïr envainó su espada, cogió un par de cuchillos arrojadizos, que giraron, relucientes, uno detrás de otro, hacia la espalda del hombre que escapaba, que cayó de la escalera. Y dejó de huir. Altaïr oyó unos pasos que corrían arriba. Talal escapaba. Se agachó para recuperar sus cuchillos, tomó la escalera y llegó al segundo piso justo a tiempo para ver a Talal subiendo apresuradamente unas segundas escaleras hacia el tejado. El asesino fue tras él y llegó a una trampilla en la parte superior del almacén. Echó justo la cabeza hacia atrás cuando una flecha se clavó, agitándose, en la madera que había a su espalda. Vio al arquero en un tejado a lo lejos, ya cargando una segunda asta. Subió por la trampilla, rodó por el tejado y lanzó los dos cuchillos, aún manchados con la sangre de la víctima anterior. El arquero gritó y cayó, con un cuchillo sobresaliéndole del cuello y el otro, del pecho. Un poco más allá, Altaïr vio a Talal que cruzaba como una flecha un puente entre las viviendas, luego saltaba a un andamio y caía a la calle sin problemas. Allí, estiró el cuello, vio a Altaïr ya siguiéndole y echó a
correr. Altaïr le estaba alcanzando. Era rápido y, a diferencia de Talal, no estaba constantemente mirando por encima del hombro para ver si le seguían. Y como no estaba haciendo eso, no chocaba todo el rato con los peatones desprevenidos, tal como le ocurría a Talal: las mujeres chillaban y le reprendían, mientras que los hombres decían improperios y le devolvían el empujón. Todo eso ralentizó su avance por las calles y los mercados, de modo que no tardó en desaprovechar su delantera y, cuando giró la cabeza, Altaïr pudo ver el blanco de sus ojos. —Huye ahora —gritó Talal por encima del hombro—, mientras puedas. Mis guardias no tardarán en llegar. Altaïr se rio y continuó corriendo. —Deja de perseguirme y te dejaré vivir —chilló Talal. Altaïr no dijo nada y siguió su persecución. Con agilidad, zigzagueaba entre la multitud y saltaba por encima de los productos que Talal lanzaba detrás de sí para ralentizar a su perseguidor. Altaïr le estaba alcanzando, la caza casi había terminado. Delante de él, Talal giró la cabeza una vez más y vio que ya apenas había distancia entre ambos, por lo que trató otra vez de convencer a Altaïr. —Espera un momento y escúchame —bramó con desesperación en su voz—. A lo mejor podemos hacer un trato. Altaïr no dijo nada, tan solo observó mientras Talal se daba otra vez la vuelta. El traficante de esclavos estaba a punto de chocar con una mujer cuyo rostro estaba tapado por varios frascos.
Ninguno de los dos miraba por dónde iba. —No te he hecho nada —gritó Talal, olvidándose supuestamente de que hacía solo unos minutos había mandado a seis hombres para que mataran a Altaïr—. ¿Por qué insistes en perseguir…? El aliento abandonó su cuerpo en un susurro, hubo una maraña de brazos y piernas, y Talal cayó en la arena con la mujer de los frascos, cuya mercancía se rompió a su alrededor. Talal intentó ponerse de pie, pero era demasiado lento y Altaïr estaba ya encima de él. Zas. En cuanto apareció su ansiosa hoja, se hundió en el hombre, que se arrodilló junto a él, mientras la sangre le salía de la nariz y la boca. A su lado, la mujer de los frascos se puso de pie, con la cara colorada e indignada, a punto de emprenderla con Talal. Al ver a Altaïr y su hoja, por no mencionar la sangre que salía de Talal, cambió de opinión y se marchó a toda velocidad llorando. Otros los rehuyeron al advertir que pasaba algo. En Jerusalén, una ciudad acostumbrada al conflicto, los habitantes preferían no quedarse contemplando la violencia por miedo a formar parte de ella. Altaïr se acercó más a Talal. —Ahora no tienes a dónde huir —dijo—. Cuéntame tus secretos. —Yo ya he hecho mi parte, asesino —respondió Talal—. La Hermandad no es tan débil como para que mi muerte detenga su trabajo. La mente de Altaïr recordó a Tamir. Él también había hablado de otros al morir. Había mencionado a sus hermanos. —¿Qué Hermandad? —insistió. Talal logró sonreír. —Al Mualim no es el único que tiene planes en Tierra Santa. Y eso es todo lo que me sacarás. —Entonces hemos terminado. Pídele perdón a tu Dios. —No hay Dios, asesino —se rio Talal con debilidad—. Y si alguna vez lo hubo, hace mucho tiempo que nos ha abandonado. Hace mucho que abandonó a los hombres y las mujeres que he acogido. —¿A qué te refieres? —Los mendigos, las putas, los adictos, los leprosos. ¿Te parecen esclavos? No sirven ni para tareas de poca importancia. No los cogí para venderlos, sino para salvarlos. Y nos has matado a todos. Por ninguna otra razón salvo porque te lo han pedido. —No —dijo Altaïr, confundido—. Te aprovechas de la guerra. De las vidas rotas y perdidas. —No me extraña que creas eso, ignorante. Tienes un muro en la mente, ¿eh? Dicen que es lo que a los tuyos se les da mejor. ¿Ves la ironía en todo esto? Altaïr se le quedó mirando. Era lo mismo que le había pasado con De Naplouse. Las palabras del hombre moribundo amenazaban con minar todo lo que Altaïr sabía de su objetivo, o pensaba que sabía, al menos. —No, aún no, por lo visto. —Talal se permitió una última sonrisa ante la evidente confusión de Altaïr—. Pero la verás. Y diciendo esto, murió. Altaïr le cerró los ojos y murmuró «lo siento» antes de pasar el indicador por la sangre. Después, se levantó y se perdió entre la multitud, mientras el cuerpo de Talal manchaba la arena tras él.

Assassin'Creed La Cruzada SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora