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Al acercarse al Muro de las Lamentaciones, Altaïr vio que empezaban a reunirse grupos: hombres, mujeres, niños, perros, incluso ganado. Todos atravesaban las calles de los alrededores de la plaza hacia el centro de ejecución. Altaïr se unió a ellos, y mientras pasaba por una calle que cada vez se llenaba de más espectadores que se dirigían en la misma dirección, oyó a un pregonero despertando el entusiasmo por la próxima atracción, aunque apenas parecía necesario. —Prestad atención —dijo el pregonero—. Majd Addin, el regente más querido de Jerusalén, asistirá a una ejecución en público en la esquina oeste del Templo de Salomón. Se requiere la presencia de todos los ciudadanos que estén disponibles. ¡Rápido! Venid a ser testigos de lo que les va a pasar a nuestros enemigos. Altaïr tenía una idea de lo que sería. Esperaba ser capaz de cambiar el resultado. Los guardias en la entrada a la plaza trataban de controlar la circulación de la gente dentro; a algunos los hacían retroceder y a otros los dejaban pasar. Altaïr intentó que no le arrastraran las masas que se arremolinaban en la entrada y los cuerpos que presionaban en la calle. Los niños pasaban como flechas por entre las piernas de los espectadores y se escabullían hacia la plaza. Lo siguiente que vio fue un grupo de eruditos y la gente apartándose para dejarlos pasar; hasta los perros parecían notar la veneración hacia los hombres sagrados. Altaïr se colocó bien la túnica y la capucha, esperó hasta que los eruditos pasaran y se deslizó entre ellos sin que nadie se diera cuenta. Al hacerlo, notó que una mano le tiraba de la manga y bajó la vista para ver a un niño mugriento que le miraba fijamente con ojos inquisitivos. El asesino gruñó y el muchacho, aterrorizado, salió corriendo. Justo a tiempo: habían llegado a las puertas, donde los guardias dejaron pasar a los eruditos, y Altaïr encontró la plaza. Había muros de piedra rugosa por todos los lados. En el otro extremo habían levantado una plataforma y, sobre ella, se alzaban una serie de postes. De momento, estaba vacía, pero no por mucho tiempo. El regente de Jerusalén, Majd Addin, estaba saliendo al tablado. Al aparecer, su llegada provocó un revuelo, se alzó un grito desde la entrada y los guardias perdieron el control permitiendo que los ciudadanos empezaran a colarse. La oleada arrastró hacia delante a Altaïr, que ahora estaba más cerca de la tribuna y del temido Majd Addin, quien ya se encontraba en el cadalso, esperando que se llenara la plaza. Llevaba turbante blanco y un traje largo, bordado elaboradamente. Se movía como si estuviera enfadado. Como si su genio estuviera a punto de escapar de su cuerpo. Y así era. —¡Silencio! Exijo silencio —bramó. Con el espectáculo a punto de comenzar, hubo una última oleada y Altaïr fue empujado hacia delante una vez más. Vio guardias estacionados junto a los escalones a cada lado de la plataforma, dos en cada extremo. Delante de la tarima vio más, para impedir que la muchedumbre subiera al cadalso. Estiró el cuello y vio a otros en la periferia de la plaza. Al menos a los últimos les costaría moverse entre el gentío, pero aun así tenía tan solo unos segundos para cometer el asesinato y esquivar a los guardias más cercanos, los cuatro a cada lado de la plataforma como poco. Quizá también los que estaban montando guardia a ras de suelo. ¿Podría vencerlos en ese tiempo? ¿A diez sarracenos leales? El Altaïr que había atacado a Robert de Sablé en el Monte del Templo no habría tenido ninguna duda. Ahora, en cambio, estaba más cansado. Y sabía que intentar matarlo de inmediato sería una locura. Un plan condenado al fracaso. Justo cuando cambiaba de opinión y decidía esperar, subieron a los cuatro prisioneros hasta el cadalso y los postes donde los guardias comenzaron a atarlos. En un extremo había una mujer, con el rostro sucio y lloroso. A su lado, dos hombres, vestidos con harapos. Y al final estaba el asesino, con la cabeza colgando, al que obviamente habían golpeado. La multitud abucheó para mostrar su desagrado. —Pueblo de Jerusalén, oídme bien —gritó Majd Addin y su voz acalló a la muchedumbre, que se había entusiasmado con la llegada de los prisioneros—. Estoy aquí para haceros una advertencia. —Se calló—. Hay insatisfechos entre vosotros que siembran las semillas del descontento para llevaros por el mal camino. La multitud murmuró, enfurecida, alrededor de Altaïr. Addin continuó: —Decidme, ¿acaso es eso lo que deseáis? ¿Estar envueltos en el engaño y el pecado? ¿Vivir con miedo? —No —gritó un espectador detrás de Altaïr. Pero la atención de Altaïr estaba centrada en el asesino, un compañero miembro de la Orden. Mientras observaba, un hilo de saliva, manchado de sangre, salió de la boca del hombre y salpicó la madera. Trató de levantar la cabeza y Altaïr alcanzó a ver su rostro. Con unos fuertes moretones. Entonces volvió a dejar caer la cabeza. Majd Addin sonrió con una mueca. Era una cara que no estaba acostumbrada a sonreír. —¿Queréis que tomemos medidas? —preguntó agradablemente. La muchedumbre rugió su aprobación. Estaban allí para ver sangre; sabían que el regente no dejaría su sed sin saciar. —Guíanos —dijo una voz cuando el rugido se apagó. —Vuestra devoción me complace —dijo Addin. Se volvió hacia los prisioneros y les señaló con un gesto—. Debemos purgarnos de este mal. Tan solo entonces podremos esperar redimirnos. De repente hubo un alboroto delante de la plataforma, una voz gritaba: —Esto no es justicia. Altaïr vio a un hombre vestido con harapos. Estaba gritándole a Majd Addin: —Tergiversas las palabras del Profeta, que la paz sea con él. Tenía un compañero, también con ropa hecha jirones, que reprendía a la multitud de forma similar. —Y os quedáis sin hacer nada, cómplices del crimen. Altaïr utilizó el alboroto para acercarse. Tenía que subir al final d e la plataforma, donde estaba el asesino atado al poste. No podía arriesgarse a que lo usaran como barrera o rehén. —Que Dios os maldiga a todos —gritó el primer hombre. Pero no tenían seguidores. Ni entre la muchedumbre, ni por supuesto entre los guardias, que incluso ahora avanzaban. Al verles acercarse, los dos abucheadores se escaparon, sacaron unos puñales y los agitaron, mientras salían a toda mecha inútilmente hacia la plataforma. A uno lo detuvo un arquero. Al segundo lo persiguieron dos guardias y no vio a un tercer sarraceno que le abrió el estómago con su espada. Quedaron muertos en el polvo y Majd Addin los señaló. —Mirad cómo el mal de un hombre se extiende hasta corromper a otro —chilló y su barba negra tembló de indignación—. Buscan infundir miedo y dudas en vosotros. Pero yo os mantendré a salvo. Se volvió hacia los pobres desafortunados, que seguro que habían estado rezando en un intento por salvar su vida, pero en vez de eso se vieron obligados a contemplar con los ojos muy abiertos y aterrorizados cómo desenvainaba la espada. —Aquí tenéis a cuatro llenos de pecado —dijo Addin, señalando a la mujer y luego a los demás por turnos—. La ramera. El ladrón. El jugador. El hereje. Que el castigo de Dios recaiga sobre todos ellos. El hereje. Ese era el asesino. Altaïr se armó de valor y empezó a acercarse a los escalones en el lateral de la plataforma, con un ojo en Addin que estaba caminando primero hacia la mujer. La prostituta. Incapaz de quitar los ojos de la espada que sostenía Addin, que pendía casi de manera informal a su costado, la mujer empezó a llorar de un modo incontrolable. —¡Tentadora! —Bramó Addin sobre sus sollozos—. Súcubo. Puta. Se le puede llamar de muchas formas, pero su pecado sigue siendo el mismo. Le dio la espalda a las enseñanzas de nuestro Profeta, que la paz sea con él. Mancilla su cuerpo para mejorar su posición. Los hombres que la tocan quedan manchados para siempre. En respuesta la muchedumbre abucheó. Altaïr caminó unos cuantos pasos más hacia la tribuna. Observó a los guardias y vio que su atención estaba centrada en Addin. Bien. —Castígala —gritó un espectador. Addin los había llevado a un estado de furia justificada. —Tiene que pagar —estuvo de acuerdo otro. La mujer dejó de lloriquear para gritar a la multitud que clamaba su sangre. —Este hombre miente. Hoy no estoy aquí porque me haya acostado con otros hombres, puesto que no lo he hecho. Quiere matarme porque no me acostaría con él. Los ojos de Majd Addin estallaron en llamas. —Incluso ahora, que se le ofrece la redención, continúa engañando. Rechaza la salvación. Tan solo hay una manera de hacer frente a esto. Le dio tiempo a gritar «No», cuando su espada destelló y se la clavó en el estómago. En el momento de silencio que hubo a continuación se oyó el sonido de su sangre derramándose sobre los tablones de la plataforma, antes de que un «ooh» colectivo se alzara de la muchedumbre, que se movió cuando los de los lados y la parte trasera intentaron ver mejor a la mujer destripada. Altaïr estaba más cerca de los escalones ahora, pero el movimiento repentino de la multitud le había dejado un poco expuesto. Aliviado, contempló cómo Addin caminaba a grandes zancadas hacia el siguiente prisionero que gimoteaba y los espectadores retrocedieron de nuevo, anticipándose al próximo asesinato. Addin señaló al hombre del que había dicho que era un jugador. Un hombre que no podía abstenerse del alcohol y las apuestas. —¡Qué vergüenza! —chilló el gentío. Aunque eran ellos los que estaban obnubilados, enfermos por su sed de sangre. —¿Un juego de azar me condena a muerte? —Gritó el jugador, que tiraba por última vez los dados—. Dime dónde está escrito. El único pecado que corrompe esta ciudad eres tú. —¿Así que le dices al pueblo que es aceptable desafiar la voluntad de nuestro Profeta, la paz sea con él? —Replicó Addin—. Y si vamos a ignorar sus enseñanzas, ¿qué será de los otros? ¿Cómo terminaremos? Yo creo que en el caos. Y eso no puede permitirse. Su hoja reflejó el sol de la tarde. La hundió en la barriga del jugador y gruñó al tirarla hacia arriba para abrir una herida vertical en el abdomen del hombre y exponer sus entrañas. Encantada, la multitud lanzó un grito fingido de asco y bulló a un lado para ver la siguiente muerte, más cerca de los pasos de Altaïr. Addin caminó despacio hacia el tercer prisionero y sacudió la sangre de su hoja. —Este hombre —dijo, señalando al tembloroso cautivo— tomó lo que no era suyo. El dinero que otro ganó trabajando. Podría haber pertenecido a cualquiera de vosotros. Así que todos habéis sido violados. ¿Qué dices al respecto? —No fue más que un dinar —contestó el acusado, que imploraba clemencia a la muchedumbre— que encontré en el suelo. Lo dice como si lo hubiera hecho sin permiso, como si se lo hubiera arrebatado a alguien de las manos. Pero la multitud no mostraba compasión. Los espectadores, que ahora estaban frenéticos, clamaban su sangre. —Hoy un dinar —chilló Addin—, mañana un caballo. Al día siguiente, la vida de otro hombre. El objeto en sí mismo no es lo trascendente. Lo que importa es que te llevaste lo que no era tuyo. Si permito tal comportamiento, otros creerán que es correcto. ¿Y cómo terminaría? Se colocó delante del ladrón, cuyas últimas súplicas se interrumpieron cuando Addin hundió su hoja en sus tripas. Ahora centraría su atención en el asesino. Altaïr debía actuar rápido. Tan solo le quedaban unos instantes. Agachó la cabeza y empezó a abrirse camino entre el gentío, con cuidado de no parecer que tuviera algún propósito especial. Simplemente que quería estar lo más cerca posible de la parte delantera. Para entonces, Majd Addin ya había llegado hasta el asesino y, como si tal cosa, le agarró del pelo y le levantó la cabeza para mostrárselo a la multitud. —Este hombre difunde propaganda y mentiras maliciosas —bramó con malevolencia—. Tan solo tiene el asesinato en su mente. Envenena nuestros pensamientos igual que su espada. Enfrenta a hermanos. Al padre contra el hijo. Es más peligroso que cualquier enemigo con el que nos hayamos topado. Es un asesino. Fue recompensado con una inhalación colectiva. Altaïr ya había llegado a los escalones. A su alrededor la muchedumbre bullía, los espectadores entusiasmados pedían a gritos el golpe mortal. —¡Acabad con el infiel! —¡Matadlo! —¡Rebanadle el cuello! El asesino, con la cabeza aún sujeta por Addin, habló: —Aunque me matéis, no lograréis estar a salvo. Veo el miedo en vuestros ojos, oigo el temblor de vuestras gargantas. Tenéis miedo. Tenéis miedo porque sabéis que no podéis acallar nuestro mensaje. Porque sabéis que no podéis detenernos. Altaïr estaba al final de las escaleras. Estaba allí como si intentara ver mejor. Otros le habían visto y hacían lo mismo. Los dos guardias estaban muy ocupados. Delante, Addin había terminado de dirigirse a la muchedumbre, que se mostraba agitada y desesperada por ver la última muerte. Se volvió hacia el prisionero, blandiendo su espada, con la hoja ya manchada de sangre, y avanzó para asestarle el golpe mortal. Entonces, como alertado por un sentido superior, se detuvo, giró la cabeza y miró directamente a Altaïr. Por un instante fue como si la plaza se contrajera, como si la multitud alborotada, los guardias, el condenado y los cadáveres ya no estuvieran allí. Y mientras se miraban, Altaïr vio que Addin caía en la cuenta de que su muerte estaba cerca. Después, Altaïr movió el dedo anular y la hoja se activó al lanzarse hacia delante, la retiró y se la clavó a Addin con un movimiento que duró menos que un abrir y cerrar de ojos. La muchedumbre rugió y gritó, sin saber qué hacer ante el giro de los acontecimientos. Addin se sacudió y se retorció, mientras la sangre bombeaba de la herida en el cuello, pero Altaïr le sostuvo firme con las rodillas y levantó la hoja. —Tu trabajo ha terminado —le dijo a Addin y se puso tenso cuando estaba a punto de asestar el último golpe. A su alrededor se había desatado el caos. Los guardias acababan de advertir lo sucedido e intentaban abrirse camino hasta la plataforma a través del gentío presa del pánico. Altaïr tenía que terminar, rápido. Pero quería oír lo que Addin tenía que decirle. —No. No. Tan solo acaba de empezar —dijo Addin. —Dime, ¿qué tienes que ver en todo esto? ¿Pretendes defenderte mientras los demás encuentran una explicación convincente a tus malas acciones? —La Hermandad quería la ciudad. Yo quería el poder. Tenía… una oportunidad. —La oportunidad de matar inocentes —dijo Altaïr, que oyó el sonido de los pasos que corrían. La gente huía de la plaza. —No son tan inocentes. Las voces disidentes hieren tanto como el acero. Perturbaban el orden. En esto estoy de acuerdo con la Hermandad. —¿Matas a la gente solo porque no piensa como tú? —Por supuesto que no… Los he matado porque podía. Porque era divertido. ¿Sabes lo que es determinar el destino de otro hombre? ¿Y has visto cómo me animaba la gente? ¿Cómo me temían? Era como un dios. Habrías hecho lo mismo si hubieras podido. Tanto… —Antes, quizá. Pero luego aprendí lo que es de aquellos que se alzan por encima de los demás. —¿Y qué es? —Mira. Deja que te lo enseñe. Terminó con Majd Addin, cerró los ojos del tirano y manchó la pluma. —Todas las almas probarán la muerte —dijo. Y entonces se puso de pie para enfrentarse a los guardias justo cuando una campana empezó a sonar. Un sarraceno se le echó encima y le esquivó, gruñendo, al tiempo que hacía al hombre retroceder. Había más subiendo apresuradamente a la plataforma y se encontró enfrentándose a tres a la vez. Uno cayó gritando bajo su hoja, otro perdió el equilibrio al resbalarse con la sangre, cayó, y Altaïr acabó con él. Al ver un hueco, el asesino saltó del cadalso, accionó su hoja y le pinchó a un guardia al aterrizar mientras la espada del hombre golpeaba al aire. Su única salida estaba en la plaza y esquivó a otros dos atacantes mientras se acercaba poco a poco a la entrada. Se llevó un corte y notó la sangre caliente correr a raudales por el brazo; después, agarró a un espadachín y lo lanzó contra un segundo. Ambos cayeron gritando al suelo. Altaïr salió disparado hacia la entrada y llegó cuando un trío de soldados se acercaba a toda prisa. Pero los pilló por sorpresa: atravesó a uno con su espada, le cortó el cuello al segundo con su hoja y empujó contra el tercero a los dos hombres moribundos que se contorsionaban. La entrada estaba despejada y miró detrás de la plataforma para ver a los hombres de Malik soltando al asesino y apartándolo de allí; luego, salió corriendo hacia un sendero donde un cuarto guardia le esperaba con una pica, con la que se acercó gritando. Altaïr saltó, se agarró al borde de un marco de madera y se lanzó sobre un toldo, notando cómo silbaban sus músculos. Debajo se oyó un grito de frustración y, mientras subía hacia el tejado, vio un grupo de soldados siguiéndole. Para detenerlos, mató a uno con un cuchillo arrojadizo, luego corrió como una flecha por los tejados, esperó a que la campana dejara de sonar, y desapareció entre la multitud al tiempo que escuchaba cómo la noticia se propagaba por la ciudad: un asesino había matado al regente.

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