19 de junio de 1257
Maffeo y yo nos quedamos en Masyaf y permaneceremos aquí de momento. Al menos hasta que una o dos —¿cómo decirlo?— dudas se resuelvan. Mientras tanto nos quedaremos a instancia del Maestro, Altaïr Ibn-La’Ahad. Frustrante como es entregarse al dominio de nuestros propios caminos de esta forma, sobre todo al líder de la Orden, que ya anciano ejerce la ambigüedad con la implacable precisión con la que una vez blandió la espada y el puñal, yo al menos me beneficio de conocer sus historias. Maffeo, sin embargo, no tiene esa ventaja y cada vez está más inquieto, lo cual es comprensible. Está harto de Masyaf. No le gusta atravesar las empinadas cuestas entre la fortaleza de los asesinos y la aldea que hay debajo, y el terreno montañoso no le resulta atractivo. Es un Polo, dice, y tras seis meses aquí, el ansia de conocer mundo para él es como la llamada de una mujer voluptuosa, persuasiva y tentadora, a la que no puede ignorar. Anhela llenar las velas con el viento y partir en busca de nuevas tierras, darle la espalda a Masyaf. Su impaciencia es irritante, podría vivir sin ella, sinceramente. Altaïr está a punto de anunciar algo, lo presiento. Así que hoy le digo: —Maffeo, voy a contarte una historia. ¡Menuda educación la de este hombre! ¿De verdad somos parientes? Comienzo a dudarlo. Porque en vez de acoger la noticia con el entusiasmo que claramente hubiera provocado, juraría que le oí suspirar (o tal vez debería darle el beneficio de la duda: tal vez estaba sin aliento bajo el calor del sol), antes de preguntarme en un tono bastante exasperado: —Antes de que empieces, Nicolás, ¿te importaría decirme de qué va? No obstante, yo contesté: —Muy buena pregunta, hermano. Y reflexioné un poco sobre el tema mientras subíamos por la temida pendiente. Sobre nosotros la ciudadela se alzaba misteriosa sobre el promontorio, como si la hubieran tallado en la propia piedra caliza. Había decidido que quería el escenario perfecto para relatar mi historia y no había nada más apropiado que la fortaleza de Masyaf. Un imponente castillo de muchas torrecillas, rodeado de relucientes ríos, presidía la animada aldea que había debajo, un asentamiento en un punto culminante dentro del Valle Orontes. Un oasis de paz. Un paraíso. —Diría que es sobre el conocimiento —decidí por fin—. Assasseen, como sabes, significa «guardián» en árabe. Los asesinos son los guardianes de los secretos, y los secretos que guardan son conocimiento, así que sí… —No cabía duda de que estaba muy satisfecho conmigo mismo—. Es sobre el conocimiento. —Entonces me temo que tengo una cita.
—¿Eh? —
Un entretenimiento sería bien recibido, Nicolás; eso desde luego. Pero no deseo una ampliación de mis estudios. Sonreí abiertamente. —Estoy seguro de que quieres oír las historias que me ha contado el Maestro.
—Eso depende. Tu tono hace que suene menos estimulante. Siempre dices que prefiero que me cuentes historias sangrientas, ¿verdad? —Sí. Maffeo le dedicó media sonrisa. —Bueno, pues tienes razón. —También tendrás de eso. Al fin y al cabo son los relatos del gran Altaïr Ibn-La’Ahad. Es la historia de su vida, hermano. Créeme, no faltan acontecimientos y te alegrará saber que en gran parte hay derramamiento de sangre. Para entonces ya habíamos subido la barbacana hasta la parte exterior de la fortaleza. Pasamos por debajo del arco, atravesamos el puesto de guardia y volvimos a subir para dirigirnos al interior del castillo. Delante de nosotros estaba la torre en la que Altaïr tenía su cuartel general. Durante semanas le había ido a visitar allí y había pasado innumerables horas mirándolo embelesado mientras, sentado con las manos juntas y los codos apoyados en su alta silla, contaba historias, con los ojos apenas visibles bajo su capucha. Y cada vez era más consciente de que me contaba esas historias con un propósito. Que por alguna razón, todavía incomprensible para mí, había sido elegido para escucharlas.Cuando no narraba sus historias, Altaïr le daba vueltas a sus libros y recuerdos, y en ocasiones se quedaba mirando durante horas por la ventana de su torre. Creía que estaría allí ahora. Metí un pulgar debajo de mi gorro para ponérmelo hacia delante y así protegerme los ojos. Alcé la vista hacia la torre, pero no vi nada más que piedra descolorida por el sol. Maffeo interrumpió mis pensamientos. —¿Tenemos audiencia con él? —No, hoy no —contesté y señalé una torre a nuestra de recha—. Vamos ahí arriba… Maffeo frunció el entrecejo. La torre de defensa era una de las más altas de la ciudadela y se llegaba hasta ella por una serie de escaleras vertiginosas, la mayoría de las cuales parecían necesitar un arreglo. Pero fui insistente, me metí la túnica en el cinturón y llevé a Maffeo hasta el primer nivel, después al siguiente y por fin llegamos a la cima. Desde allí contemplamos el campo. Kilómetros y kilómetros de terreno escarpado. Ríos como venas. Grupos de asentamientos. Examinamos Masyaf: las pendientes desde la fortaleza a los edificios y mercados que se extendían por el pueblo a sus pies, el cercado de madera en el muro exterior y los establos. —¿A qué altura estamos? —preguntó Maffeo, que parecía un poco pálido, sin duda consciente del aire que le zarandeaba y de que el suelo ahora estaba muy, muy lejos. —A unos ochenta metros —le dije—. Lo bastante alto como para poner a los asesinos fuera del alcance de los arqueros enemigos, pero capaces de lanzarles encima una lluvia de flechas y mucho más. Le mostré las aberturas que nos rodeaban por todas partes. —Desde los matacanes podrían lanzar rocas o aceite sobre su enemigo, usando estos… Sobresalían unas plataformas de madera y nos subimos a una. Nos agarramos a unos soportes verticales a cada lado y nos inclinamos hacia el aire para bajar la vista.
Justo debajo de nosotros, la torre caía en el borde del precipicio. Y más abajo, estaba el río reluciente. Sin sangre en la cara, Maffeo retrocedió a la seguridad del suelo de la torre. Me reí e hice lo mismo (me alegré en secreto, pues yo también estaba algo mareado, a decir verdad). —¿Y para qué hemos subido hasta aquí? —preguntó Maffeo. —Aquí es donde empieza mi historia —contesté—. En más de un sentido. Puesto que fue desde aquí desde donde el vigía vio a la fuerza invasora. —¿La fuerza invasora? —Sí. El ejército de Salah Al’din. Vino a sitiar Masyaf, a derrotar a los asesinos. Hace ochenta años, un radiante día de agosto. Un día muy parecido al de hoy…
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Assassin'Creed La Cruzada Secreta
FanfictionLa historia jamás contada de Altaïr, el Maestro Asesino, Nicolás Polo, padre de Marco, por fin revelará la historia que ha mantenido en secreto toda su vida: la historia de Altaïr, uno de los Asesinos más extraordinarios de la Hermandad.