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Las festividades ya estaban en pleno auge cuando Altaïr dio la vuelta al patio del palacio, con la sensación de que llamaba la atención por cómo iba vestido. Su túnica parecía sucia y raída en comparación con los trajes de los invitados. La mayoría iba con sus mejores galas, túnicas intrincadamente bordadas con hilos caros, y a diferencia de la mayor parte de los residentes en Damasco, parecían sanos y bien alimentados, hablaban con un tono que superaba la música y se reían aún más alto. No cabía duda de que no escaseaban los refrigerios. Los criados caminaban entre los invitados y les ofrecían pan, olivas y manjares en bandejas de oro. Altaïr miró a su alrededor. Las bailarinas eran las únicas mujeres presentes: seis o siete, girando despacio al son del al’ud y el rebec que tocaban los músicos situados debajo de un balcón. La mirada del asesino subió hasta donde había un guardia de brazos cruzados, mirando sin apasionamiento las frivolidades. Altaïr decidió que allí era donde estaba Abu’l. De hecho, mientras observaba, el ritmo de la música pareció aumentar; el al’ud se ahogaba por los fuertes golpes del tambor que comenzó a despertar a los asistentes a la fiesta, mientras se creaba una sensación de expectativa. Las bailarinas se vieron obligadas a hacer movimientos más rápidos y brillaban por el sudor bajo sus trajes de seda transparente, mientras a su alrededor los invitados alzaban las manos, animando a los tambores a un crescendo que aumentaba cada vez más hasta que el mismo aire a su alrededor pareció vibrar; y de repente, allí estaba, encima de ellos: Abu’l Nuqoud. Altaïr oyó por casualidad unas morbosas descripciones del aspecto del hombre. Su corpulencia —era tan grande como tres hombres normales, decían—, las baratijas brillantes que siempre llevaba, su túnica chillona o el turbante enjoyado, pero Altaïr las había descartado como exageraciones de un pueblo resentido. Tenía una enorme curiosidad por descubrir si el chismorreo había subestimado al hombre. Su contorno, las alhajas y la túnica eran más grandes y estridentes de lo que había imaginado Altaïr. Observó a Nuqoud, quien aún masticaba la comida de la que había estado disfrutando mientras la grasa brillaba alrededor de su boca. Y conforme caminaba por el balcón mirando a sus invitados, la piel debajo de su barbilla ondulaba mientras se acababa la comida, la túnica caía abierta para dejar al descubierto su pecho desnudo y una enorme extensión de carne que resplandecía por el sudor. De repente aplaudió. La música se detuvo y las conversaciones finalizaron. —Bienvenidos. Bienvenidos —anunció—. Gracias a todos por venir esta noche. Por favor, comed, bebed. Disfrutad de los placeres que os ofrezco. Con esas palabras y un gesto de la mano, la fuente que había en medio del patio se puso en marcha y de ella salió a borbotones lo que Altaïr en un principio había creído que era agua de color. Luego se oyó un chorro indecoroso y se dio cuenta de lo que era: el envío de vino del que había oído hablar. Allí estaba. Mientras observaba, dos hombres se acercaron a la fuente, metieron las copas en el líquido espumoso y después brindaron antes de alejarse rápidamente. Llegaron más invitados, que también metieron sus copas, mientras los criados ofrecían dónde beber a los que así lo pedían. Era como si el rey mercader quisiera que todos sus invitados bebieran de la fuente, y esperó antes de continuar hasta que la estampida se alejó. —Confío en que todo sea de vuestra satisfacción —dijo con una ceja alzada. Y así lo era. Levantaron las copas y hubo un bramido de aprobación; la lengua de los invitados se soltó enseguida bajo la influencia del vino. —Bien, bien. —Nuqoud sonrió abiertamente y reveló trozos de comida pegada a sus dientes—. Me alegra veros tan felices. Puesto que estos días son aciagos, amigos míos, y debemos disfrutar de esta munificencia mientras aún podamos. Cerca de Altaïr, los hombres que brindaban volvieron a hacer una segunda visita a la fuente de vino y bebían de sus copas llenas, con risitas contenidas, mientras Nuqoud proseguía: —La guerra amenaza con consumirnos a todos. Salah Al’din lucha con valentía por lo que él cree, y siempre estáis ahí para apoyarlo sin hacer preguntas. Es vuestra generosidad la que permite que continúe su campaña. Altaïr advirtió, aunque estaba casi seguro de que había sido el único del patio en hacerlo, que las galerías de un lado estaban empezando a llenarse de guardias. Miró con más detenimiento. Eran arqueros. Cerca de allí los hombres seguían bebiendo vino mientras Nuqoud comenzaba a hablar de nuevo. —Así que propongo un brindis —dijo—. Por vosotros, mis queridos amigos, que nos habéis traído a donde estamos hoy. Recibid lo que os merecéis. —A vuestra salud —gritaron mientras bebían libremente de sus copas. —¡Cuánta amabilidad! —Decía Nuqoud por encima de sus cabezas—. No creía que la pudiera ver en vosotros, que siempre os habéis apresurado a juzgarme con tanta crueldad. Al notar un cambio en él, la multitud murmuró, confundida. —Oh, no finjáis ignorancia. ¿Me tomáis por un tonto? ¿Pensáis que no he oído las palabras que susurráis a mis espaldas? Bueno, pues sí. Y me temo que nunca las podré olvidar. Pero esta no es la razón por la que os he llamado esta noche. No. Quiero hablar más de esta guerra y de vuestra participación en ella. »Ofrecéis vuestras monedas, así de rápido, sabiendo muy bien que compran la muerte de miles. Ni siquiera sabéis por qué luchamos. »La santidad de Tierra Santa, diréis. O por la inclinación maligna de nuestros enemigos. Pero no son más que mentiras que os decís a vosotros mismos. »No. Todo este sufrimiento nace del miedo y del odio. Os molesta que sean diferentes. Igual que os molesta que yo sea distinto. La mirada de Altaïr se dirigió a los arqueros de las galerías. Al sentir una punzada de inquietud, se movió a un lado para inspeccionar las galerías de la otra parte del patio. Allí también los arqueros se habían alineado. Se dio la vuelta. Detrás, más de lo mismo. No tenían los arcos tensados. Al menos, no todavía. Pero, si Altaïr tenía razón, no tardaría mucho en llegar ese momento. Y cuando llegara, tendrían todo el patio cubierto. Se acercó más a uno de los muros circundantes. No muy lejos, un hombre comenzaba a resoplar y toser, lo que provocó que a su compañero le diera un ataque de risa. —Compasión. Piedad. Tolerancia —continuó Nuqoud, desde el balcón—. Esas palabras no significan nada para vosotros. No significan nada para aquellos invasores infieles que saquean nuestra tierra en busca de oro y gloria. Y ya he dicho bastante. Me he comprometido a otra causa. Una que traerá un Nuevo Mundo en el que todos podremos vivir juntos en paz. Se calló. Altaïr observó cómo los arqueros tensaban sus cuerdas. Estaban a punto de abrir fuego. Se apretó contra la pared. El hombre seguía tosiendo. Ahora se había doblado y tenía la cara roja. Su compañero pasó de parecer preocupado a empezar a toser también. —Una pena que ninguno de vosotros viva para verlo —terminó Nuqoud. Más invitados empezaron a resoplar. Algunos se aguantaban el estómago. Claro, pensó Altaïr. Veneno. A su alrededor algunos invitados habían caído de rodillas. Vio a un hombre corpulento con una túnica dorada que echaba espuma por la boca y los ojos se le habían dado la vuelta en sus cuencas mientras se tambaleaba hacia el suelo y allí yacía, muerto. Los arqueros habían vuelto a preparar sus flechas. Al menos la mitad de los asistentes a la fiesta estaban agonizando, pero muchos no habían bebido vino y corrían hacia las salidas. —Matad a todo aquel que intente escapar —ordenó el rey mercader, y sus arqueros abrieron fuego. Altaïr dejó atrás la carnicería y escaló por la pared hasta llegar al balcón, donde se acercó sigilosamente a Nuqoud por detrás. Había un guardia a su lado y Altaïr lo despachó enseguida con un corte de su hoja. El hombre cayó, retorciéndose, con la garganta abierta, salpicando de sangre las baldosas del balcón. Nuqoud se dio la vuelta y, al ver a Altaïr, le cambió la expresión de la cara. Al mirar la masacre de la fiesta abajo, había estado sonriendo mientras disfrutaba del espectáculo. Ahora, Altaïr sintió la satisfacción de ver que solo había miedo en él. Después dolor, cuando Altaïr hundió su hoja en el cuello sobre la clavícula. —¿Por qué has hecho esto? —preguntó el hombre gigantesco, jadeando, hundiéndose en la piedra lisa de su balcón. —Has robado dinero a aquellos que quieres dirigir —le respondió Altaïr— y lo has enviado fuera para algún propósito desconocido. Quiero saber dónde está y por qué. Nuqoud se mofó. —Mírame. Mi naturaleza es una ofensa para la gente que gobierno. Y estas vestimentas nobles no hacían más que amortiguar sus gritos de odio. —Entonces, ¿se trata de venganza? —preguntó Altaïr. —No. No es venganza, sino mi conciencia. ¿Cómo puedo financiar una guerra al servicio del mismo Dios que me considera una abominación? —Pero, si no sirves a la causa de Salah Al’din, entonces ¿a la de quién? Nuqoud sonrió. —Los conocerás a su tiempo. Creo que tal vez ya lo has hecho. Altaïr, desconcertado una vez más, preguntó: —¿Y por qué esconderse? ¿Por qué estos actos oscuros? —¿Acaso es distinto a tu trabajo? Acabas con la vida de hombres y mujeres, con la fuerte convicción de que sus muertes mejorarán la suerte de los que quedan atrás. ¿Un mal menor para el bien común? Somos iguales. —No. —Altaïr negó con la cabeza—. No nos parecemos en nada. —Ah…, pero lo veo en tus ojos. Dudas. Altaïr notó el hedor de la muerte en su aliento al acercarse. —No puedes detenernos —logró decir—. Tendremos nuestro Nuevo Mundo… Murió y un fino hilo de sangre salió de su boca. —Disfruta del silencio —dijo Altaïr, y mojó la pluma en la sangre del rey mercader. Decidió que tenía que ver a Al Mualim. Debía poner fin a aquella incertidumbre.

Assassin'Creed La Cruzada SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora