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Altaïr volvió a la ciudadela con la esperanza de que estuviera igual que cuando se había marchado. Pero había algo distinto, algo que detectó al zigzaguear por las calles y acercarse. Estaba en el aire. Entusiasmo. Expectación. Oyó rumores sobre la visita de Ricardo. Ahora estaba en la fortaleza, decían los ciudadanos, manteniendo una conversación con Montferrato. Al parecer, el rey estaba furioso con él por cómo había tratado a los tres mil rehenes cuando los cruzados habían tomado la ciudad. A su pesar, Altaïr se estremeció. La reputación de Ricardo Corazón de León le precedía. Su valentía. Su crueldad. Así que verle en carne y hueso… Atravesó la plaza del mercado. Al extenderse la noticia de la llegada de Ricardo, se había congregado mucha gente. Los ciudadanos de Acre, fuera cual fuese su opinión del rey inglés, querían verlo. —Ahí viene —susurró una mujer que estaba por allí. Altaïr se sintió arrastrado por la muchedumbre y casi por primera vez desde que había entrado en la ciudad, pudo alzar la cabeza. De todas formas, el gentío era su disfraz y los guardias estaban demasiado ocupados con la inminente llegada del rey como para centrar en él su interés. El populacho se movía hacia delante y arrastraba a Altaïr. Se dejó rodear por los cuerpos, que lo transportaron hacia las puertas de piedra decorada, donde las banderas de los cruzados ondeaban en la brisa como si ellas también tuvieran muchas ganas de ver a Ricardo. En las puertas, los soldados advertían a la multitud para que retrocediera y los de delante empezaron a llamar a los de atrás para que dejaran de empujar. Aun así continuaban llegando más ciudadanos, que se dirigían en tropel hacia la zona elevada frente a la puerta principal. Más guardas formaron un escudo alrededor de la entrada. Algunos tenían las manos en la empuñadura de sus espadas. Otros blandían picas de un modo amenazador, mientras gruñían: «Atrás», ante la multitud que bullía y protestaba. De repente hubo una gran conmoción en las puertas de la fortaleza, donde se alzó un chirrido. Altaïr estiró el cuello para ver. Primero oyó el ruido de cascos de los caballos y luego vio los yelmos de la escolta del rey. A continuación la muchedumbre se arrodilló, Altaïr hizo lo mismo, aunque sus ojos estaban clavados en la llegada del rey. Ricardo Corazón de León iba sentado en un magnífico semental, adornado con sus colores distintivos, con los hombros hacia atrás y la barbilla alzada. Tenía el rostro extenuado, como si llevara la marca de cada batalla, de cada desierto cruzado, y sus ojos mostraban cansancio, pero también brillo. Iba rodeado por su escolta, también a caballo, y caminando a su lado había otro hombre. Por los murmullos del gentío, Altaïr se dio cuenta de que era Guillermo de Montferrato. Era mayor que el rey y le faltaba su poder y corpulencia, pero tenía cierta esbeltez; Altaïr advirtió que podría ser diestro con la espada. Tenía un aire de desagrado en su expresión mientras caminaba junto al rey, pequeño a su sombra, haciendo caso omiso a la multitud que les rodeaba. Perdido en sus pensamientos. —… tres mil almas, Guillermo —estaba diciendo el rey, lo bastante alto como para que lo oyera el resto del mercado—. Me dijeron que los debía retener como prisioneros y usarlos como trueque para liberar a nuestros hombres. —Los sarracenos no habrían cumplido con su parte del trato —replicó De Montferrato—. Lo sabéis bien. Os hice un favor. Corazón de León rugió. —Oh, sí. Un gran favor, por supuesto. Ahora es más fuerte la convicción de nuestros enemigos. Lucharán con más dureza. Se detuvieron. —Conozco bien a nuestro enemigo —dijo De Montferrato—. No se envalentonarán porque están llenos de miedo. Ricardo le miró con desdén. —Dime, ¿cómo es que conoces tan bien las intenciones de nuestro enemigo? Tú, que renuncias al campo de batalla para jugar a la política. De Montferrato tragó saliva. —Hice lo que estaba bien. Lo que era justo. —Juraste conservar la obra de Dios, Guillermo. Pero eso no es lo que veo aquí. No. Veo a un hombre que lo ha pisoteado. De Montferrato parecía intranquilo. Entonces, rodeó al rey con un brazo, como recordándole que sus súbditos les oían, y dijo: —Vuestras palabras son hirientes, mi señor. Esperaba haberme ganado ya vuestra confianza. —Eres el regente de Acre, Guillermo, el que gobierna en mi lugar. ¿Cuánta confianza más es necesaria? A lo mejor quieres mi corona. —No lo entendéis —dijo Montferrato y como no quería quedar mal delante de la multitud, añadió—: Pero siempre hacéis… Ricardo le fulminó con la mirada. —Aunque me gustaría perder el día intercambiando palabras contigo, tengo una guerra en la que combatir. Continuaremos en otra ocasión. —No dejéis que os retrase, entonces —dijo Montferrato con educación—. Su Gracia. Ricardo le dedicó a Montferrato una última mirada furiosa, una mirada para recordar a un subordinado insurrecto quién llevaba exactamente la corona. Luego se marchó y sus hombres quedaron atrás. La muchedumbre empezó a ponerse a sus pies y De Montferrato se volvió para decir algo a uno de sus guardias. Altaïr aguzó el oído. —Me temo que no habrá lugar para hombres como él en el Nuevo Mundo. Informa de que quiero hablar con las tropas. Debemos asegurarnos de que todos están llevando a cabo su parte. Adviérteles de que cualquier negligencia será castigada con severidad. No estoy de humor para que jueguen hoy conmigo. —Después se volvió hacia el resto de sus hombres—. Seguidme. De repente hubo una gran oleada hacia la fortaleza, no solo de los guardias de Montferrato, sino de los comerciantes que esperaban encontrar clientes dentro. Altaïr se unió a ellos, sacudido por los sacos de arpillera pero aún en el tumulto, y se coló por las puertas antes de que los guardias tomaran el control y las cerraran de golpe. Dentro, unos soldados irritados empujaban a los comerciantes hacia un patio para que allí pudieran mostrar su mercancía, sin duda. Pero Altaïr vio a De Montferrato andando por un patio más bajo, hacia el muro interior. Se agachó a un lado y se metió por un hueco entre la pared y la parte interior del edificio, al tiempo que aguantaba la respiración, medio esperando oír un grito de un guardia con ojo de lince que le hubiera visto colarse. No había ninguno. Miró hacia arriba y se alegró al ver un lugar donde asirse en la superficie arenisca del edificio. Comenzó a escalar. Un arquero. Por supuesto. Estaba tan contento porque había eludido a los centinelas de abajo que Altaïr se había olvidado de tener en cuenta a los de arriba. Lanzó otra mirada por el borde del tejado, esperando que el hombre le diera la espalda. Le necesitaba en medio del tejado. No quería que cayera en la fortaleza y levantara la alarma. Cuando el guarda llegó al lugar adecuado, Altaïr atacó, el cuchillo arrojadizo brilló al sol y después se hundió en la espalda del centinela. Este gruñó y cayó, gracias a Dios no por el borde, y Altaïr se impulsó hacia el tejado, se agachó y lo cruzó, con un ojo en otro arquero que estaba más allá del recinto, preparado para desaparecer de su vista si se daba la vuelta. Debajo de él, Montferrato cruzaba la fortaleza, gritando órdenes e insultos a todo el que se atrevía a estar a su alrededor. Altaïr se encontró con el siguiente arquero. Tras lanzar un cuchillo, el hombre cayó despatarrado y muerto en el tejado. Altaïr bajó la vista al pasar, agachado todavía, y vio que el cuerpo dejaba de moverse. Un tercer arquero. Altaïr se deshizo de él. Ahora controlaba el tejado; tenía una vía de escape para cuando hubiera realizado su misión. Lo único que le quedaba era cumplirla. Debajo de él, De Montferrato pasó por una serie de puertas interiores y Altaïr observó cómo reprendía a un guardia por una infracción de poca importancia. Entonces entró en el patio de la torre del homenaje, una especie de santuario para él, tal vez. Altaïr le siguió de cerca desde la pasarela de arriba. Se mantuvo fuera de su vista, pero nadie miró hacia arriba. No tenían por qué o al menos eso creían. De Montferrato se colocó detrás de una mesa en un lado del patio. —Hombres —estaba diciendo—, acercaos. Prestad atención a mis palabras. Se colocaron a su alrededor y Altaïr advirtió que, aunque llevaban el mismo uniforme, eran diferentes de los que estaban emplazados en el muro exterior. Estos tenían el pelo más entrecano y parecían más avezados para la lucha. Si Altaïr estaba en lo cierto, sería la fuerza personal De Montferrato. No iba a volver a cometer el error de pensar que «no eran un desafío» para él. En el patio, De Montferrato continuó: —Vengo de hablar con el rey y las noticias son desalentadoras. Se nos acusa de no llevar a cabo nuestras obligaciones. No reconoce el valor de nuestra contribución a la causa. —¡Qué vergüenza! —dijo uno de los hombres. —No sabe nada —soltó otro. —Paz. Paz. Callaos —les reprendió Montferrato—. Sí, se equivoca, pero sus palabras tienen sentido. Al viajar por estas tierras, es fácil encontrar faltas. Ver la imperfección. Me temo que nos hemos relajado, nos hemos vuelto perezosos. Encima de él, Altaïr se permitió una sonrisa. El método de su entrada era prueba de lo relajados y perezosos que estaban los hombres de Montferrato. Y en cuanto a sus arqueros medio dormidos…
—¿Por qué lo decís? —preguntó uno de los hombres de Montferrato. Todos se irritaron y Altaïr aprovechó el ruido inesperado para moverse a un lado, pues quería colocarse sobre la presa, y avanzó con mucho cuidado por los muros del patio. Ahora veía lo que la mayoría de los hombres de debajo no advertían. De una puerta al otro extremo del patio habían aparecido más guardias que llevaban a rastras a dos hombres. Iban vestidos como cruzados, pero eran prisioneros. —Ya veo cómo entrenáis — estaba gritando De Montferrato—. Os falta convicción y concentración. Chismorreáis y apostáis. Las tareas que se os asignan no se terminan de llevar a cabo o se hacen mal. Hoy se acaba esto. No sufriré más degradación por parte de Ricardo. Lo veáis o no (y deberíais hacerlo), es culpa vuestra. Nos habéis traído la vergüenza. La destreza y la dedicación fue lo que nos hizo ganar Acre. Y será lo que se necesite para mantenerla. He sido demasiado indulgente, al parecer. Pero se acabó. Dedicaréis más horas a entrenaros y con más frecuencia. Si con ello no coméis ni dormís, que así sea. Y si fracasáis en dichas tareas, conoceréis el verdadero significado de la disciplina… Traedlos aquí. Altaïr había llegado a su posición sin que le vieran. Estaba lo suficientemente cerca para bajar la vista a la cabeza calva de Montferrato y ver cómo salía la saliva de su boca mientras gritaba a sus hombres. Si alguno de los que estaban abajo alzaba la vista por algún motivo, le verían, pero toda la atención estaba ahora delante de la mesa de Montferrato, hasta donde habían arrastrado a los soldados, asustados y abochornados. —Si os debo poner ejemplos para asegurar la obediencia —anunció De Montferrato—, que así sea —y se volvió hacia los cautivos—. Ambos estáis acusados de ir de putas y beber mientras estabais de servicio. ¿Qué decís de estos cargos? Con bocas húmedas mascullaron súplicas y disculpas. De Montferrato los miró con mala cara. Entonces, con un gesto de la mano, ordenó su ejecución. Les cortaron la garganta y pasaron sus últimos instantes contemplando cómo su propia sangre salía a borbotones y caía sobre la piedra del patio. De Montferrato se quedó mirando cómo borbotaban y se agitaban en el suelo, como peces moribundos. —Hacer caso omiso a las obligaciones es contagioso —dijo, casi con tristeza—. Tiene que cortarse de raíz para ponerle fin. De este modo, evitaremos que se propague. ¿Me habéis entendido? —Sí, mi señor —se oyó un murmullo de respuesta. —Bien, bien —dijo—. Volved a vuestras obligaciones, entonces, con un nuevo sentido del propósito. Sed fuertes, manteneos concentrados y triunfaremos. Fallad y os pasará lo mismo que a estos hombres. Estad seguros de ello. Podéis retiraros. Les hizo una seña para que se retiraran de su vista, lo que animó a Altaïr. También quería que aquellos hombres salieran de allí. Observó mientras De Montferrato empezaba a examinar con detenimiento unos papeles que había sobre la mesa, exasperado; su mal humor no le daba tregua. Altaïr avanzó sigilosamente, tan cerca del borde del tejado como se atrevía. Vio los dos cadáveres, que aún derramaban sangre. Más allá, la mayoría de los hombres parecían haberse reunido en la entrada a la torre o se marchaban hacia el muro exterior, para poner la mayor distancia posible entre ellos y Montferrato. Debajo de él, Montferrato chasqueó la lengua para expresar desagrado, mientras aún revisaba los documentos, incapaz de encontrar lo que estaba buscando. Se quejó al caérsele un montón de la mesa al suelo. Estuvo a punto de pedir ayuda, pero cambió de opinión y se inclinó para recogerlo. A lo mejor oyó la hoja de Altaïr en la fracción de segundo que tardó el asesino en bajar de un salto de la pasarela para incrustarle el arma en el cuello. Altaïr se sentó a horcajadas sobre el cuerpo del líder de Acre, con la mano encima de la boca para que no alertara a los demás en el patio. Sabía que tan solo tenía unos instantes y susurró: —Descansa ahora. Tus planes han terminado. —¿Qué sabes de mi trabajo? —preguntó Montferrato con voz ronca. —Sé que ibas a matar a Ricardo y reclamar Acre para tu hijo, Conrado. —¿Para Conrado? Mi hijo es un imbécil, incapaz de dirigir a sus huestes, mucho menos un reino. ¿Y Ricardo? No es mejor que él, cegado como está por la fe en lo insustancial. Acre no les pertenece a ninguno de los dos. —Entonces, ¿a quién? —La ciudad le pertenece al pueblo. Altaïr luchó con la sensación ahora familiar de su mundo dando un bandazo inesperado. —¿Cómo es que hablas por los ciudadanos? —dijo—. Les robas la comida. Los castigas sin piedad. Les obligas a estar a tu servicio. —Todo lo que he hecho ha sido con objeto de prepararles para el Nuevo Mundo —contestó De Montferrato, como si tales cosas fueran obvias para Altaïr—. ¿Que les robo la comida? No. La cojo para que cuando llegue el momento se racione adecuadamente. Mira a tu alrededor. En mi zona no hay delincuencia, salvo la que cometéis tú y los de tu calaña. ¿Y qué hay del reclutamiento? No se les entrenaba para luchar. Se les enseñaban las ventajas del orden y la disciplina. Esas cosas difícilmente son malas. —No importa lo nobles que creas que son tus intenciones, puesto que tus actos han sido crueles y no pueden continuar —dijo Altaïr, aunque se sentía menos seguro de lo que sonaba. —Veremos lo dulces que son —dijo De Montferrato, desvaneciéndose enseguida— los frutos de tu trabajo. No liberas a las ciudades, como tú crees, sino que las condenas. Y al final, tan solo podrás echarte la culpa a ti mismo. El que habla de buenas intenciones… Pero no terminó la frase. —Muertos, todos somos iguales —dijo Altaïr mientras manchaba la pluma. Escaló la pared detrás de él hasta la pasarela, donde salió como una flecha hacia el muro exterior. Luego, desapareció. Como si nunca hubiera estado allí.

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