33

38 1 0
                                    

Estaba oscuro en el jardín. Altaïr oyó el suave susurro del arroyo y el relajante sonido de una cascada, pero, por lo demás, el ambiente estaba tranquilo. Llegó a una terraza de mármol, notó la suave superficie bajo sus botas, miró a su alrededor, entrecerrando los ojos en la oscuridad, y vio las formas irregulares de los árboles y pabellones que allí había. De repente, oyó un ruido detrás de él. La puerta se cerró de golpe y sonó algo metálico, como si unas manos invisibles hubieran corrido un pestillo. Altaïr se dio la vuelta. Alzó la vista y vio a Al Mualim en el balcón de su biblioteca, mirándole en la terraza. Sostenía algo: el tesoro que se habían llevado del Monte del Templo, el Fragmento del Edén. Resplandecía con una fuerza que pintaba a Al Mualim de un naranja oscuro, que se intensificaba mientras Altaïr observaba. De pronto, el asesino sufrió un terrible dolor. Gritó y advirtió que le estaban elevando del suelo, errado en un cono resplandeciente de luz brillante, controlado por la mano extendida de Al Mualim, al tiempo que la Manzana latía, como un músculo que se flexionaba y tensaba. —¿Qué ocurre? —gritó Altaïr, indefenso por el agarre del artefacto, paralizado por su poder. —Así que el estudiante ha vuelto —dijo Al Mualim sin alterarse y con la seguridad del vencedor. —Nunca ha sido propio de mí huir —respondió Altaïr, desafiante. Al Mualim se rio con satisfacción. Nada de todo aquello, nada, parecía molestarle. —Tampoco nunca ha sido propio de ti escuchar —dijo. —Por eso sigo vivo. Altaïr forcejeó para tratar de librarse de sus invisibles ataduras. La Manzana latió en respuesta y la luz pareció hacerle presión, limitarlo incluso más. —¿Qué haré contigo? Al Mualim sonrió. —Soltadme —gruñó Altaïr. No tenía cuchillos arrojadizos pero, libre de aquellos grilletes, podría alcanzar al anciano en un par de brincos. Al Mualim tendría unos últimos instantes más para admirar su destreza trepando antes de que Altaïr le clavara la hoja en las tripas. —Oh, Altaïr. Oigo odio en tu voz —dijo Al Mualim—. Siento su calor. ¿Que te suelte? Eso sería poco prudente. —¿Por qué hacéis esto? —preguntó Altaïr. Al Mualim pareció reflexionar. —Una vez creí. ¿Lo sabías? Pensaba que había un Dios. Un Dios que nos amaba y nos cuidaba, que enviaba profetas para guiarnos y reconfortarnos. Que hacía milagros para recordarnos su poder. —¿Qué cambió? —Encontré pruebas. —¿Pruebas de qué? —De que es una ilusión. Y con un gesto de su mano liberó a Altaïr de la luz aprisionadora. Altaïr esperó caer, pero entonces se dio cuenta de que nunca había estado suspendido. Confundido, miró a su alrededor, notó un cambio en el ambiente, en los tímpanos sentía presión, como unos momentos antes de la tormenta. Sobre él, en el balcón de la biblioteca, Al Mualim levantaba la Manzana por encima de su cabeza y entonaba algo. —Vamos. Destruye al traidor. Apártalo de este mundo. De repente, unas figuras aparecieron alrededor de Altaïr, gruñendo, mostrando los dientes, preparadas para el combate; eran unas figuras que él reconocía, pero le costó distinguirlas al principio. Pero entonces las vio: eran los nueve objetivos, sus nueve víctimas habían vuelto de la otra vida a esta. Vio a Garnier de Naplouse, que llevaba su mandil manchado de sangre, una espada en la mano, y miraba a Altaïr con desdén. Vio a Tamir, que sostenía su puñal y los ojos le brillaban con malas intenciones; y Talal, con el arco al hombro y la espada en la mano. Guillermo de Montferrato, que sonreía con picardía, sacó su arma y la colocó en el suelo, aguardando el momento oportuno para el ataque. También estaban allí Abu’l Nuqoud y Majd Addin, Jubair, Sibrand y, por último, Robert de Sablé. Todos sus objetivos, a los que había quitado la vida, habían vuelto gracias a Al Mualim para vengarse. Y atacaron. Se alegró de despachar a Majd Addin el primero, por segunda vez. Abu’l Nuqoud estaba tan gordo y cómico en su forma resucitada como la primera vez que lo vio. Cayó de rodillas ante la punta de la espada de Altaïr, pero en vez de quedarse en el suelo, se desvaneció y no dejó nada más que una alteración en el aire detrás de él, una onda de espacio perturbado. Talal, De Montferrato, Sibrand y De Sablé eran los luchadores más expertos y, por consiguiente, permanecían rezagados, para permitir que los más débiles lucharan antes, con la esperanza de cansar a Altaïr. El asesino salió a toda velocidad de la terraza de mármol y saltó del saliente para caer en la segunda plaza de mármol decorado, con una cascada al lado. Los objetivos le siguieron. Tamir murió gritando ante el par de golpes de la espada de Altaïr. El asesino no sintió nada. No tuvo remordimientos. Ni siquiera satisfacción al ver a los hombres morir una segunda muerte que se merecían. De Naplouse desapareció como el resto cuando le cortó el cuello. Jubair cayó. Agarró a Talal y ambos forcejearon antes de que Altaïr hundiera la espada en lo más profundo de su estómago y él, también, no fue nada más que una ausencia. Montferrato era el siguiente. Sibrand le siguió, luego De Sablé, hasta que una vez más Altaïr se quedó solo en el jardín con Al Mualim. —Enfrentaos a mí —pidió Altaïr mientras recuperaba el aliento. Estaba sudando, pero sabía que aún le quedaba mucha batalla por delante. No había hecho más que empezar—. ¿O tenéis miedo? Al Mualim resopló. —He estado enfrente de mil hombres, todos ellos superiores a ti. Y todos murieron por mis manos. Con una agilidad y un atletismo extraños para su edad, saltó del balcón y cayó agachado no muy lejos de donde estaba Altaïr. Aún sostenía la Manzana. La sujetó como si se la ofreciera a Altaïr y el rostro se bañó de su luz. —No tengo miedo —dijo Al Mualim. —Demostradlo —le desafió Altaïr, pues sabía que Al Mualim conocería aquella táctica, la táctica de atraer al traidor. Pero si la conocía, y estaba seguro de ello, no le importaba. Tenía razón. No tenía miedo. No tenía miedo porque tenía la Manzana, que ahora ardía incluso con más brillo. Deslumbraba. Toda aquella parte estaba iluminada y de repente volvió a oscurecerse. Mientras los ojos de Altaïr se adaptaban, vio aparecer copias de Al Mualim, como si se generaran del interior del cuerpo del Maestro. Se puso tenso. Se preguntó si esas copias, como las otras con las que acababa de luchar, serían inferiores, versiones más débiles del original. —¿Qué iba a temer? —Al Mualim se burlaba de él. (Bien. Que se burle. Que no tenga cuidado)—. Mira el poder que tengo. Las copias se acercaron a Altaïr y de nuevo comenzó a luchar. Una vez más en el jardín se oía el repicar del acero y mientras las copias caían tras la hoja de Altaïr, se desvanecían. Hasta que volvió a quedarse solo con Al Mualim. Trató de recuperar el aliento, exhausto, y otra vez le rodeó el poder de la Manzana, que destellaba y vibraba en la mano de Al Mualim. —¿Cuáles son tus últimas palabras? —preguntó Al Mualim. —Me mentisteis —dijo Altaïr—. Me dijisteis que la meta de Robert era repugnante, cuando todo este tiempo también era la vuestra. —Nunca se me ha dado muy bien compartir —dijo Al Mualim, casi compungido. —No tendréis éxito. Otros encontrarán la fuerza para haceros frente. Al oír aquello, Al Mualim suspiró con fuerza. —Y por eso, mientras los hombres mantengan su voluntad, no habrá paz. —Maté al último que dijo eso. Al Mualim se rio. —Unas palabras muy atrevidas, muchacho. Pero tan solo son palabras. —Pues suéltame y pondré mis palabras en acción. Altaïr le daba vueltas a la cabeza para buscar algo que decir que incitara a Al Mualim al descuido. —Decidme, Maestro, ¿por qué no me habéis hecho lo mismo que a los demás asesinos? ¿Por qué dejáis que conserve mi mente? —Quién eres y lo que eres están muy relacionados. Robártela me habría privado de ella. Y esos Templarios tenían que morir. —Suspiró—. Pero lo cierto es que lo intenté. En mi estudio, cuando te enseñé el tesoro… Pero no eres como los otros. Viste a través de la ilusión. Altaïr recordó la tarde que Al Mualim le había enseñado el tesoro. Entonces había sentido su atracción, eso era cierto, pero había resistido la tentación. Se preguntó si sería capaz de hacerlo indefinidamente. Sus poderes insidiosos parecían funcionar sobre todos aquellos que entraban en contacto con él. Incluso Al Mualim, al que antes idolatraba, que había sido un padre para él, y un buen hombre, justo y moderado, preocupado solo por el bienestar de la Orden y los que la servían, incluso él se había corrompido. El resplandor de la Manzana le daba a su rostro un tono horrible. Había hecho lo mismo con su alma. —¿Una ilusión? —dijo Altaïr, que todavía pensaba en aquella tarde. Al Mualim se rio. —Eso es todo lo que ha sido siempre. Este tesoro Templario. El Fragmento del Edén. Esta Palabra de Dios. ¿Lo entiendes ahora? El mar Rojo nunca se separó. El agua nunca se transformó en vino. No fueron las maquinaciones de Eris las que produjeron la guerra de Troya, pero esto… —Alzó la Manzana—. Ilusiones, todas ellas. —Lo que tienes planeado no es más que una ilusión —insistió Altaïr—. Obligar a los hombres a seguirte en contra de su voluntad. —¿Acaso es menos real que los fantasmas a los que siguen ahora los sarracenos y los cruzados? ¿Esos dioses cobardes que se retiran de este mundo donde los hombres pueden matarse en su nombre? Ya viven en una ilusión. Yo tan solo les doy otra. Una que requiere menos sangre. —Al menos ellos eligen esos fantasmas —argumentó Altaïr. —¿Ah, sí? ¿Aparte de algún converso aislado o del hereje? —No está bien —soltó Altaïr. —Ah. Ahora la lógica te ha abandonado y en su lugar te acoges a las emociones. Estoy decepcionado. —¿Qué vais a hacer, entonces? —No me seguirás y no puedo forzarte. —Y os negáis a dejar esos planes malvados. —Por lo visto estamos en un impasse. —No. Estamos en un final —dijo Altaïr, y tal vez Al Mualim tenía razón, puesto que se vio luchando con una oleada de emociones. De traición, tristeza y algo que no podía distinguir al principio, pero luego lo hizo. Soledad. Al Mualim desenvainó la espada. —Te echaré de menos, Altaïr. Fuiste mi mejor estudiante. Altaïr vio los años de Al Mualim menguar mientras se colocaba, con la espada preparada, obligando a Altaïr a hacer lo mismo. Saltó a un lado para comprobar la guardia de Altaïr, y Altaïr se dio cuenta de que nunca le había visto moverse tan rápido. El Al Mualim que él conocía caminaba despacio, paseaba sin prisa por el patio, con gestos lentos y dramáticos. Este se movía como un espadachín, que daba estocadas y embestía con la hoja. Entonces, mientras Altaïr se defendía, atacó con un golpe. Altaïr tuvo que ponerse de puntillas y dobló el brazo mientras pasaba su hoja para desviar la ofensiva de Al Mualim. Aquel movimiento le hizo perder el equilibrio y, con la guardia del lado izquierdo bajada, Al Mualim vio la oportunidad y volvió a arremeter con un segundo golpe rápido que dio en el blanco. Altaïr hizo una mueca de dolor al sentir que la sangre salía de la herida en la cadera, pero no se atrevió a mirar. No podía apartar la vista de Al Mualim ni un segundo. Frente a él, Al Mualim sonrió. Una sonrisa que decía que le había dado una lección al joven cachorro. Se apartó a un lado, simuló un ataque, fue primero a un sitio y luego al otro, con la esperanza de coger a Altaïr desprevenido. Luchando contra el dolor y el agotamiento, Altaïr avanzó con una ofensiva propia; se alegró al ver que había cogido a Al Mualim por sorpresa. Pero aunque le alcanzó —al menos creyó alcanzarle—, el Maestro parecía deslizarse como transportado. —Ciego, Altaïr —se rio Al Mualim—, ciego has estado. Y siempre lo estarás. Volvió a atacar. Altaïr fue demasiado lento para reaccionar a tiempo, notó la hoja de Al Mualim cortándole el brazo y gritó de dolor. No podía aguantar más. Estaba demasiado cansado. Estaba perdiendo sangre. Era como si la energía le abandonara poco a poco. La Manzana, las heridas, su agotamiento: todo se mezclaba despacio, pero sabía que le acabaría inutilizando. Si no podía darle pronto la vuelta a la batalla, saldría derrotado. Pero la Manzana le había vuelto descuidado al anciano. Incluso mientras se regodeaba, Altaïr saltaba hacia delante y volvía a atacar con la punta de su espada, alcanzando el blanco y sacando sangre. Al Mualim gritó de dolor y otra vez pareció ser transportado, al tiempo que gruñía y lanzaba una nueva ofensiva. Fingió atacar a la izquierda y giró, empuñando la espada al revés. Desesperado, Altaïr le esquivó, pero casi le hizo perder el equilibrio, y por unos instantes ambos intercambiaron golpes, y la salva terminó cuando Al Mualim se agachó, cortó hacia arriba y le dio a Altaïr en la mejilla, antes de apartarse para que el asesino no pudiera responder. Altaïr lanzó un contraataque y Al Mualim se transportó. Pero cuando reapareció, Altaïr se dio cuenta de que parecía más demacrado y, cuando atacó, fue un poco más descuidado. Menos disciplinado. Altaïr avanzó dando estocadas, obligando al Maestro a transportarse y materializarse varios pasos más allá. Le vio los hombros más cargados y la cabeza pesada. La Manzana estaba minando la fuerza de Altaïr, pero ¿hacía lo mismo con el que la usaba? ¿Lo sabía Al Mualim? ¿Hasta qué punto el anciano comprendía la Manzana? Su poder era tan fuerte que Altaïr dudaba que fuera posible saberlo de verdad. Así que debía obligar a Al Mualim a usarla para que redujera su propia energía. Con un grito saltó hacia delante para acuchillar a Al Mualim, cuyos ojos se abrieron mucho por la sorpresa ante la repentina vehemencia de la aproximación de Altaïr. Se marchó transportado. Altaïr se abalanzó sobre él en el momento que reapareció y el rostro de Al Mualim estaba cargado de ira, de frustración porque las reglas de combate habían cambiado y necesitaba encontrar el espacio para adaptarse. Se materializó más lejos esta vez. Estaba funcionando: parecía incluso más cansado. Pero estaba listo para el ataque indisciplinado de Altaïr, que recompensó al asesino con otro brazo ensangrentado. Aunque no era lo bastante grave como para detenerlo: el joven volvió a arremeter y obligó a Al Mualim a transportarse. Por última vez. Cuando reapareció, se tambaleó un poco, y Altaïr vio que le pesaba mucho la espada. Al levantar la cabeza para mirar a Altaïr, el asesino vio en sus ojos que sabía que la Manzana había estado minando su energía y que Altaïr se había dado cuenta. Y, mientras Altaïr sacaba su hoja y saltaba, mientras se la clavaba a Al Mualim con un rugido que era en parte debido a la victoria, en parte por el dolor, tal vez los últimos pensamientos de Al Mualim fueron de orgullo hacia su antiguo alumno. —Imposible —dijo entre jadeos, al tiempo que Altaïr se arrodillaba a horcajadas sobre él—. El estudiante no derrota al profesor. Altaïr dejó colgando la cabeza y notó que unas lágrimas le escocían las mejillas. —Has ganado, entonces. Ve a reclamar tu premio. La Manzana había rodado desde la mano extendida de Al Mualim. Resplandecía sobre el mármol. Esperando. —Habéis tenido fuego en las manos, anciano —dijo Altaïr—. Debería haber sido destruido. —¿Destruir la única cosa capaz de terminar las Cruzadas y crear una verdadera paz? —Al Mualim se rio—. Nunca. —Entonces lo haré yo —dijo Altaïr. —Ya lo veremos. Al Mualim se rio con ganas. Altaïr la estaba mirando fijamente, le costaba apartar la vista. Con cuidado, apoyó la cabeza de Al Mualim en la piedra mientras el hombre se iba rápido; se levantó y caminó hacia el tesoro. Lo cogió. Era como si estuviera vivo en su mano. Como si un enorme rayo de energía saliera de la Manzana y subiera por su brazo, directo al pecho. Sintió una gran hinchazón que al principio fue incómoda y después fue vivificadora, se llevó el dolor de la batalla y le llenó de poder. La Manzana latió con fuerza, pareció vibrar, y Altaïr comenzó a ver imágenes. Unas imágenes increíbles, incomprensibles. Vio lo que parecían ciudades, enormes y brillantes ciudades, con torres y fortalezas, como si tuvieran miles de años. A continuación, vio máquinas y herramientas, artilugios extraños. Entendió que pertenecían a un futuro aún no escrito, donde algunos de los aparatos hacían felices a las personas mientras que otros no significaban más que muerte y destrucción. La velocidad e intensidad de las imágenes le dejó sin aliento. Entonces a la Manzana la envolvió una corona de luz que se extendió hacia fuera hasta que Altaïr vio que estaba contemplando una esfera, una enorme esfera, que colgaba en el aire tranquilo del jardín y daba vueltas lentamente mientras irradiaba una luz cálida y dorada. Estaba embelesado. Encantado. Era un mapa, comprobó, con símbolos extraños, una escritura que no entendía. Detrás de él oyó a Al Mualim hablando: —He puesto mi corazón en obtener sabiduría y conocer la locura. Me he percatado de que también iba detrás del viento. Puesto que en la sabiduría hay mucho dolor y el que aumenta su conocimiento, también aumenta la pena. Malik y sus hombres entraron apresuradamente en el jardín. Sin apenas mirar el cuerpo de Al Mualim, se quedaron hipnotizados por la Manzana. A lo lejos, Altaïr oyó que gritaban. Fuera cual fuese el hechizo que se había lanzado sobre Masyaf se había roto. Se preparó para hacer añicos la Manzana en la piedra, aún incapaz de quitar los ojos de la imagen giratoria; le costaba hacer que el brazo obedeciera la orden del cerebro. —¡Destrúyela! —Dijo Al Mualim—. ¡Destrúyela como has dicho que harías! La mano de Altaïr tembló. Los músculos se negaban a cumplir las órdenes del cerebro. —No… No puedo —dijo. —Sí, sí puedes, Altaïr —dijo entre jadeos Al Mualim—. Sí puedes, pero no quieres. Y al decir esas palabras, murió. Altaïr apartó la vista del cuerpo de su mentor para ver cómo Malik y sus hombres le miraban con expectación, esperando autoridad y orientación. Altaïr era ahora el Maestro.

Assassin'Creed La Cruzada SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora