Prólogo.

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Recuerdo perfectamente mi décimo cumpleaños: Carin se había enfadado aquella mañana porque mamá se había negado en redondo en prepararle unas tortitas con forma de oso. Aquello únicamente nos lo hacía cuando llegaba nuestro cumpleaños y siempre sucedía lo mismo: nos moríamos de envidia porque fuera el cumpleaños del otro y cogíamos rabietas, intentando llamar la atención de nuestra madre para que también nos tratara como si fuera el nuestro.

Como mi madre le había dejado claro que no era posible, que era mi cumpleaños, mi hermano cogió barro del patio y lo echó sobre mis tortitas. Me miró con un brillo de victoria en sus ojos castaños y subió a su cuarto para poder prepararse para ir al colegio. Papá se iba a encargar de llevarnos porque había conseguido escaquearse del trabajo porque, según él, «no iba a permitir que ningún idiota no le permitiera llevar a su cumpleañero favorito al colegio». La gamberrada de Carin me había quitado por completo el apetito, así que dejé el plato sobre la mesa, sin tocarlo, y subí a mi cuarto; oía la voz de mi madre desde el baño, cantando.

Mamá siempre cantaba cuando estaba feliz.

Pero yo no estaba del todo feliz.

El año pasado, cuando Carin cumplió los once años, papá le echó una larga perorata sobre la larga tradición familiar y cómo nuestros antepasados habían logrado llegar al pueblo. A mí me parecía un completo aburrimiento toda aquella historia, así que me había subido al regazo de mi madre y me había acurrucado allí; mi padre prosiguió explicándole que los hombres de la familia tenían un secreto que se pasaba de padres a hijos cuando llegaba el momento. Hizo una pausa para darle efecto a su relato y se lo soltó a bocajarro: era un licántropo y, dentro de unos años, él también podría sufrir una transformación. A Carin eso lo emocionó hasta límites insospechados y sus vivarachos ojillos brillaron de felicidad: ya se estaba imaginando qué travesuras les haría a los niños de su clase cuando se transformara.

Lo que a mi padre y Carin les pareció un don, a mí me pareció una maldición.

Sabía que mi padre iba a darme la famosa charla aquella noche y no me apetecía en absoluto. Yo no le encontraba diversión alguna a transformarme en lobo y convertirme en una criatura tan salvaje como lo eran.

Había escuchado a mi padre confesarle a mi madre que, algunas veces, las cosas se les iban de las manos y muchos inocentes acababan muertos.

A mi parecer, eso los convertía en monstruos. En asesinos.

Y yo no quería convertirme en uno de ellos.

Yo lo único que quería era ser futbolista o astronauta, como el resto de niños que iban a mi clase, pero no quería ser un licántropo. Y sabía que, si me convertía en uno de ellos, jamás podría salir del pueblo.

Mi madre había comentado en alguna ocasión que los licántropos no podían salir de Blackstone porque no tenían a nadie que los protegiera del resto de humanos. Aquí, en Blackstone, teníamos a los cazadores, que se encargaban de protegernos y guardar nuestro secreto. Si salíamos del pueblo, estaríamos solos y seríamos vulnerables. Quizá muriéramos por algún disparo de cazador que nos había confundido con un lobo común y corriente.

Fuera lo como fuere, la cuestión era que, si te transformabas en licántropo, debías quedarte en Blackstone. Y luego estaba la segunda parte: el Consejo se encargaba de buscarte una pareja.

En definitiva: convertirte en licántropo era un completo asco. Te convertía automáticamente en un esclavo del pueblo. Ni siquiera te dejaban elegir a quién debías querer. Lo querían tener todo controlado al milímetro.

Cuando se hizo de noche y mi padre nos reunió a todos en la sala de estar, quise esconderme en mi cuarto y no salir de allí hasta que se pasara mi cumpleaños. No quería escuchar a mi padre repetir la misma historia que le había contado a Carin un año atrás. No quería convertirme en licántropo. No quería estar encerrado en Blackstone el resto de mi penosa vida.

Me senté al lado de mi madre y la cogí por la muñeca. Ella me miró con una mezcla de pena y orgullo, como si lamentara en lo que iba a convertirme (un monstruo) pero se enorgulleciera de mí. Quizá hubiera adivinado mi no interés por ser uno de ellos.

Pero no tenía elección.

Todos lo sabíamos.

Kenneth Blake, el hijo del jefe de papá, se había transformado con solo once años, la edad que tenía Carin en aquellos momentos. Él sabía que no le quedaba mucho para que llegara su momento y yo estaba aterrado de que sucediera. Si fuera por mí, me arrancaría de la piel, de la sangre, lo que nos hacía ser lo que éramos.

Cogí aire y me puse rígido para escuchar la historia que ya había escuchado en una ocasión y que, a veces, aparecía en mis pesadillas.

Ni siquiera le hice caso a la perorata de mi padre, que habló de lo importante que era para él tener una descendencia como lo éramos mi hermano y yo, el futuro de la manada, y que esperaba que hiciera honor a la familia.

-... Estoy muy orgulloso de vosotros, Chase -me aseguró, mirándome con sus oscuros ojos que eran idénticos a los míos-. Y tengo la seguridad de que serás un buen miembro de la manada, que formarás una familia y les hablarás a tus hijos como yo lo estoy haciendo contigo ahora.

Mi madre me dedicó una sonrisa que pretendía animarme, pero no lo consiguió. En lo único que podía pensar era en las miles de veces que nos habían dicho que tanto Carin como yo nos parecíamos a nuestro padre, pero que mi hermano también tenía algo de mi madre. Nadie me dijo nunca que me pareciera a ella, que no tenía que soportar aquella maldición y era pura bondad. Era como si estuvieran diciéndome, de algún modo, que yo únicamente era un monstruo y que mi hermano podía tener salvación alguna.

Y yo no.

Growl. (Saga Wolf #2.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora