Prólogo

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Frank Carlson, el conocido policía de la zona sesenta y cinco, salió con disimulo del galpón en el muelle, mientras se había reunido con sus nuevos empleados, recién llegados de México. Hacía casi dos horas que los había estado observando, y sin importar la impaciencia, supe que inevitablemente iba a perderme el juego local, así que simplemente continué allí, sentado en la cornisa del edificio más cercano, que me permitía una visión panorámica perfecta.

—Ah, Carlson. Que descuidado.— Sonreí, ante los patéticos intentos del novato por pasar desapercibido en el mundo en el que estaba metiéndose, y me pregunté si en realidad Brooklyn continuaba siendo tan incompetente como para dejar que se saliera con la suya.

Tomé los binoculares y me los colgué en el pecho, ajustándome los guantes de cuero dispuesto a bajar por la escalera de incendios, mientras percibía aquel olor a humo y goma quemada que tantos recuerdos me traían.

Quizás no debería haber regresado a Brooklyn después de todo. Ni siquiera yo sabía que hacía allí, pero sí sabía lo que quería; recuperar lo que había perdido, así que mientras el viento caliente del verano que se aproximaba comenzaba a sofocarme, me acomodé el cabello, en dirección al auto y regresé al agujero en el que había estado confinado las últimas semanas, tan cerca de mi viejo hogar y de la cueva que casi podía oír a los lobos aullar.

—Ya estoy de vuelta.— Anuncié, en tanto me colaba por la ventana, en la planta del edificio que anunciaba que iba a ser demolido en poco tiempo.

El trío, sentado al rededor de una caja de embarcaciones que era utilizada como una precaria mesa de póquer, volteó a verme con sonrisas en lo rostros.

—¡Ah, jefe! Estaba preguntándome a que hora iba a aparecer.— Miguel Ángel soltó, con su macado acento, acariciándose aquel bigote poblado mientras me lanzaba una cerveza. —Le tengo un reporte completo.

—¿Has hablado con Frank Carlson?— Pregunté, aunque ya sabía la respuesta, mirando como el vidrio escarchado contenía la cerveza en el interior, y aunque estaba muerto de sed y de calor, dejé la bebida a un lado, sintiendo los labios resecos. Él asintió enérgico y compartieron una carcajada en conjunto.

—El pobre bastardo se lo ha creído todo. Me ha contratado sin siquiera verificar si los antecedentes eran reales.— Se burló de la novatada que yo ya había previsto y asentí. —Quiere traer una carga llena de mercancía desde Tijuana. Dice que ya tiene un comprador directo en Los Ángeles Piensa tiene todo bien planeado.

—El bastardo quiere una enorme jubilación.— Diego se burló junto a él, pero solamente le hice una seña para que continuara con el reporte mientras tomaba el libro que había robado del apartamento del mecánico y le daba otra leída.

—Le dije que le daría personal, y me ocuparía de los topos si me dejaba como segundo al mando.

—Bien hecho.— Respondí, cerrando el tomo nueve, lamentando no haberlo finalizado antes de tener que deshacerme de él y, quitándome el chaleco antibalas y arrojándolo sobre otro montón de cajas abandonadas que había en una esquina, me encaminé al baño.

—¿Qué quiere que haga después?— Preguntó, asomando la cabeza por el pasillo, y me detuve.

—Envía las invitaciones a las pandillas de Brooklyn, vamos a deshacernos de unas cuantas molestias mañana. Y mete el libro en el apartamento de Carlson, no quiero cabos sueltos.— Dije, metiéndome al pequeño cubículo oscuro.

Me miré en el trozo de espejo que quedaba intacto en el tocador y no pude evitar soltar un suspiro al ver que más canas me había asomado por la barba que había considerado afeitar hacía seis meses pero al final no lo había hecho.

Sin ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora