IV

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Kuroo contempla por última vez su residencia en Tokio.

Es una casa de dos pisos con suelo de tatami y techo de latón. Comparte jardín con la casa de atrás, que es donde vive el casero de casi ochenta años. A las ocho de la mañana la casa se encuentra desocupada. El tatami luce impecable y Kuroo tuvo la cortesía de tapizar las ventanas con papel periódico para evitar que el sol, en ausencia de cortinas, lo deteriorase. Todos los muebles y sus objetos personales se encuentran embalados y ordenados en su camioneta, que luce abarrotada y ha tenido que amarrar algunos electrodomésticos al techo. Pero que todos sus objetos personales entren de hecho en una camioneta sin necesidad de arrendar un flete, piensa Kuroo, no puede más que reflejar su pobreza.

Piensa que extrañará el jardín. Le gustaba pasar sus días libres limpiando el césped de las malezas y ayudando al anciano a podar el magnolio y el naranjo. Extrañará esas naranjas, pequeñas y ácidas, de las que solo él y el anciano gustaban. Una extraña soledad lo embarga cuando imagina al anciano podando y cosechando naranjas por él mismo. A veces compartían un licor de anís y charlaban. Otras compartían una sopa miso.

Apaga el incienso que prendió para purificar la casa y regresa a la camioneta, donde su madre le aguarda apoyada en la puerta. Todavía a su edad se le puede considerar una mujer ágil y atlética, y a Kuroo le gusta usar aquellos adjetivos especialmente cuando está presente Kenma, quien con muchos años menos es todo lo opuesto. Por su mente cruza la idea de rogarle a su madre que visite al anciano de vez en cuando, pero se detiene. No es una responsabilidad que le competa.

—¿Ya está todo?

—Está todo —Kuroo pasa una mano por el cachis de su camioneta.

Cuando Kuroo la compró, hace algo más de un año, solo recibió críticas de sus familiares y amigos. Es una suburban de los noventa, con la carrocería abollada y demasiados kilómetros. Le dijeron que el vehículo era demasiado grande, que en ciudades abarrotadas como Tokio es más rápido moverse en transporte público o en bicicleta, que encontrar una plaza de garaje disponible es una preocupación insensata, que el precio de los estacionamientos no sale rentable, que la tecnología del vehículo era obsoleta y por ello contaminaba mucho, etcétera.

Se lo dijeron tantas veces que terminó explotando.

—¿Y tú qué sabrás de lo que es rentable para mí? Además siempre reciclo.

—¡Tetsurou!

Kuroo golpeó su cabeza contra la mesa.

—Lo siento, vieja. Ha sido una semana... estrepitosa.

Las semanas estrepitosas eran aquellas en que no tenía ni tiempo para llorar y cargaba tanto estrés que todo le irritaba hasta el punto de producirle migrañas. Cuando aquello pasaba Kuroo tendía a aporrear su cabeza en cualquier superficie sólida como si el dolor que ya sentía no fuese suficiente. Era, lo que se dice, un masoquista.

Como se reusaba a admitir que la camioneta había resultado más un incordio que un beneficio, se decidió a buscar un nuevo trabajo. Uno mejor remunerado, que no subestimara sus capacidades, y fuera de Tokio. No había realmente pensando en Tsukishima hasta que se le presentó una oportunidad en Sendai. Entonces comprendió que ya no quería seguir viviendo en Tokio, por mucho que le gustasen las naranjas y los magnolios.

Todavía quedan algunas cajas por subir a la camioneta. Con ayuda de su madre termina de acomodarlas en el asiento del copiloto. Había llegado a las cuatro de la mañana a ayudarle a empacar sus objetos. Habría llegado aunque Kuroo se hubiese opuesto. Como muestra de agradecimiento la invita a desayunar a un diner veinticuatro horas que queda a unas pocas calles, con las mesas clavadas a un piso ajedrezado y sillones de caucho rojo y servilleteros metálicos. Comen en silencio, poniendo atención al reportaje noticioso que se escuchaba desde una vieja radio. Cada vez que su madre comenta que «¡es na barbaridad...!» Kuroo asiente. El mundo va mal.

How Can U Luv MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora