CAPÍTULO 36

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Está muy sexy con el pelo despeinado y la sonrisa radiante. Creo que eso es lo que podría llamarme la atención de él, aparte de que sus ojos oscuros se achinen de manera adorable cuando enseña los dientes; que siempre tiene un gesto amable para ti, y lo hace gratis, sin esperar nada a cambio. Da igual que le digas que no, que no se pone agresivo, no se hace la víctima y tampoco insiste hasta hacerse pesado. Es de valorar teniendo en cuenta cómo son los moscones de turno.

—Puedes... y te lo agradecería. Aunque será mejor que no me entretengas mucho, tengo mil cosas que hacer. —«Empezando por desentrañar el misterio del doctor Jekyll o Mr. Hyde».

¿Podría ser bipolar? No lo creo.

—Pide lo que quieras, voy a buscar mesa.

Asiento con la plena convicción de que voy a abusar de su confianza gastándome una fortuna en pastelillos, y me desplazo hasta la barra.

Si no es bipolar, ¿qué puede tener? Porque la única enfermedad física que contemplo es el macizorrismo agudo, y eso no afecta a la mente, que yo sepa.

Me hago hueco entre los clientes, empujando un poco con el codo a un tipo con vaqueros desgastados. Lo presiono todo lo que puedo, echándolo hacia un lado. Sonrío a la camarera, una vieja amiga y antigua novia —que no son novias, dice Raz en mi pensamiento— del mejor amigo de Gale.

—Hasta que dejas ver tu redonda cara de puta —suelta sin anestesia, impulsándose desde el otro lado de la barra para plantarme un beso en la boca—. Te echamos de menos, Nora.

El tipo de los vaqueros desgastados se gira hacia mí. No logro reconocerlo de primeras: mi cabeza no puede disociar a Evan Bowen de los chalecos de rombos, pero eso es porque mi cabeza es demasiado racional y no creía en los milagros. Existen, que lo sepáis. Este Evan con pantalones de rockero, camiseta básica color negro y pelo desordenado es toda una experiencia religiosa. Una experiencia paranormal. Una visión de locos.

—Hola —se me ocurre decir.

Es lo que se dice en estos casos, ¿verdad? Pues mi boca se cierra de golpe, casi mordiéndose la lengua, como si en vez de un saludo hubiese escupido o mentado a su madre.

No sé cómo actuar. Es lógico, ¿no? Quiero decir... Mi reacción a lo que me dijo no es negociable: casi me corrí en las bragas del gusto, y podría recuperar la sensación solo teniéndolo delante, pero no saber en qué quedamos al final me tiene en el limbo.

No quiere olvidar; tampoco ha especificado que quiera repetir... ¿Entonces? ¿Quiere fingir que no ha pasado nada, desaparecer de mi vida y tenerme como una especie de «aquí te pillo, aquí te mato»?

No sé si esa idea me produce placer o la desprecio. Si la despreciara no lo entendería, porque no soy una chica de novios.

—Casi no te he reconocido. —La bocazas en acción—. Estás muy... diferente.

—Es mi ropa de calle —resume, incómodo.

Voy a comentar algo sobre lo halagada que debe sentirse la calle por salir elegida y la ropa por rozar su cuerpo, cuando una cabeza se asoma sobre su hombro. Casi doy un respingo del susto al intercambiar miradas con los ojos delineados de la copia morena de Taylor Momsen.

Lilian Bowen no perdona, no olvida, y por la cara que me pone, la veo capaz de sacar una navaja del bolso y tirármela directita a la tráquea, al estilo Cuatro durante su demostración de virtudes en Divergente.

Un brazo se enrolla en mi cintura, y unos labios encuentran mi mejilla para rozarla con suavidad. Toda la piel se me pone de gallina porque no separo los ojos de Evan, y a mi cerebro no se le ocurre nada mejor que suponer que es él quien ha hecho eso.

Pero no lo es.

—No hay mesa —dice Zac—, pero podemos ir a mi casa, si quieres. No está muy lejos de aquí.

Evan deja de mirarme para clavar la vista —y cuando digo clavar, me refiero a apuñalar— en los dedos que acarician el hueso de mi cadera. Me da la sensación de que se estira unos cuantos centímetros, inspirado por el desprecio, y luego empequeñece, liberando las articulaciones de la presión.

—Ah, Evan, no te había reconocido —saluda Zac—. ¿Qué tal?

Evan no reacciona durante unos segundos. Cierra los ojos, los abre, confirma que me está tocando, y vuelve a cerrarlos. Se impulsa desde la barra y se separa un poco, apretando el vaso de café tan fuerte que podría haberlo hecho una bola.

—Bien.

—Vámonos, anda —interrumpe Lilian, cogiéndolo del brazo y tirando de él. Evan parece con ganas de decir algo, pero al final solo se deja llevar.

Sale de la cafetería con mucha prisa.

Espero que esto no le quite romanticismo al hecho de que los vaqueros le sienten como un guante, porque joder, cualquiera se inspiraría para escribir poemas en algo como eso. O en libros cerdos, guarros y prohibidos, clasificados para mayores de edad.

—Qué raros son los dos —dice Zac, haciendo una mueca—. O sea, no lo digo en el mal sentido. Pobrecillos. Es solo que en lugar de intentar incluirse en los grupos o hacer el esfuerzo de portarse como personas normales, se aferran a eso del trastorno para eludir a la gente. Me parece una auténtica mierda. —Encoge los hombros—. En fin, si son felices así...

—¿A que te refieres con «trastorno»?

—¿No te lo dije ya? Me pediste información sobre Evan. Se supone que te lo conté todo.

—No recuerdo que mencionases nada sobre trastornos.

Zac se queda pensativo un momento.

—Debe ser porque nos interrumpió el inicio del concierto... Y, bueno, tampoco es que vaya desperdigando este tipo de información por ahí, pero por ser tú, estaba dispuesto a soltarlo. Pensaba que lo sabías —ríe, rascándose la nuca—. Es poca cosa. Los dos son obsesivos compulsivos.

—¿Qué? —espeto—. ¿Obsesivos compulsivos? ¿Y eso qué es? ¿Esa no es la enfermedad con la que necesitas lavarte las manos cada dos p...?

«Seguro que no te has lavado las manos en todo el día».

«Aquí no se sentirían a gusto ni los cerdos».

«¿Esto... es tu casa?».

—Joder —se me escapa.

Todas mis estrellas son fugaces [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora