CAPÍTULO 24

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Me despierto atrapada bajo un montón de almohadas; una de ellas dificultándome la respiración.

Aparto el cojín de mi cabeza, preguntándome en qué parte del cuerpo de Monroe habrá pasado la noche, y me incorporo poco a poco.

Suelo despabilarme bastante rápido, pero hoy es distinto porque en la cama de Monroe se tienen otras perspectivas, incluso si no la has utilizado para hacer el gamberro.

Hacer el gamberro... ¿Cuánto tiempo llevaré sin acostarme con alguien? No soy ninguna ninfómana, ni tampoco es que lo de mojar sea mi gran preocupación cuando me estoy jugando el máster, pero soy una mujer sexualmente activa y me gustaría seguir siéndolo. Un orgasmo siempre ayuda a que uno se sienta mejor, y necesito quitarme mucho estrés de encima.

Siempre he salido satisfecha de las camas que he visitado, y, creedme, he pasado por bastantes. No soy muy exquisita eligiendo a mis compañeros, y eso es, al final, lo mejor. Por si no lo sabíais, los feos suelen hacerlo mejor que los guapos. Estos últimos se lo tienen demasiado creído y solo buscan su propio placer; los otros suelen emplearse a fondo, o por lo menos no se apartan en cuanto han llegado al clímax.

Todo esto viene porque esos «marimacho» que usaron contra mí en la infancia cobran sentido cada mañana. No me levanto con una erección porque Dios no se dejó ningún cable fuera al programarme, pero sí que comparto con los hombres ese deseo matutino de tocar y ser tocado.

Me levanto con tranquilidad, sabiendo que tengo tiempo de sobra para prepararme. El sol apenas está saliendo al otro lado de la ventana... Y Monroe lo está saludando sentado en posición de loto frente al cristal. Sus palmas reposan sobre las rodillas.

Como vengo haciendo desde que he asumido sus rarezas, planto el culo a su lado y copio la postura.

Él no mueve un solo músculo. Ni siquiera abre los ojos.

—Tengo hambre y estoy cachonda.

—Medita conmigo y verás que se te pasa.

—No puedo, tengo que bajar a mi habitación y vestirme para ir a... corregir exámenes, probablemente.

—Ha llegado antes un mensaje a tu móvil: hoy no tienes reunión hasta las once. Compruébalo. Y no he husmeado, es que has dormido con él encima y me he despertado porque se me había clavado en la espalda. Al sacarlo he visto el mensaje en la pantalla. Ahora, relájate e intenta concentrarte en tus procesos internos.

—Si con «procesos internos» te refieres a que me rugen las tripas, estoy bastante concentrada ya, tranquilo. Cuando tengo hambre no puedo prestar atención a otra cosa. ¿Tú has desayunado?

—No.

—¿Y cómo pretendes pasar el día? Todo eso de que lo que mantiene vivo al hombre es la esperanza, son puras patrañas. Necesito algo sólido y tú también. En serio, me muero de hambre.

—No tienes hambre; tienes apetito —corrige—. Y yo creo que el buen hombre se alimenta de la convicción de que necesita poco para ser feliz. Vamos, cierra los ojos y respira. Te vendrán bien unos minutos en silencio.

Entorno los ojos.

—¿Tú también me vas a decir que hablo demasiado?

—Lo haces, pero ese no es el problema, sino que te le das demasiado valor a las palabras.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Que deberías detenerte en algún momento del día y escucharte.

No ha perdido la cabeza, y tampoco está bromeando. El pobre es así; ya lo era cuando lo encontré de casualidad. Pero yo aprecio que me ofrezca una vía de escape, un poco de placebo para ignorar por un rato mis preocupaciones, porque es cierto que tanto estrés va a acabar matándome.

—Creo que tengo bloqueado hasta el noveno chakra, si sabes a lo que me refiero —suspiro, cerrando los ojos.

No hay noveno chakra, por cierto.

—Estás tensa, inquieta y hay muchas cosas a tu alrededor que parecen no tener explicación. Ahora mismo, no siento tus Sahasrara y Ajna.

—No tengo ni idea de qué es eso, pero suena a dos tipos de especias indias. Mm... Cocina hindú. Sabor exótico de oriente...

—Son los chakras de la espiritualidad divina y la eternidad mental —explica él, ignorándome—. Uno apenas se siente en tu cuerpo, y el otro... El otro estaba bloqueado, aunque poco a poco estás consiguiendo devolverle su forma. El egoísmo estuvo a punto de bloquearte el corazón.

—Genial, podría haber sufrido un infarto. ¿Qué tal estaría que me llevaras al hospital por si acaso... después de desayunar?

—Respira hondo y cierra los ojos.

Inspiro de mala gana, haciendo todo el ruido que puedo y más.

Monroe nunca te obliga a hacer estas cosas con él: está en tu mano la decisión de conectar con el centro de la tierra... a no ser que le interrumpas mientras hace lo suyo, en cuyo caso es posible que te enchufe al suelo y te ponga a respirar como venganza.

—¿De qué tienes hambre, Nora?

—Me encantaría desayunar beicon. Y un par de huevos, con tostadas francesas. Un zumo de naranja, o tal vez un batido de vainilla, y...

—¿De qué tienes hambre, Nora? —repite.

Frunzo el ceño.

—Ya te lo he dicho. Bueno, no diría que no a unos cereales.

—¿De qué tienes hambre, Nora? —insiste, desglosando las palabras—. A tu cuerpo le falta algo. ¿Estás segura de que es comida?

—No, precisamente a mi cuerpo, lo que viene siendo mi cuerpo, no le falta comida. Le sobra lo mires por donde lo mires.

Monroe abre un ojo y me mira antes de negar con la cabeza y volver a lo suyo.

—Veo que es imposible conectar contigo por la mañana.

—Es imposible conectar conmigo, a secas. Aunque, ¿sabes de qué tengo hambre también? De una buena p...

Me interrumpe con un carraspeo.

—Monroe, no entiendo a dónde quieres llegar. ¿Cuál es la respuesta correcta a eso? Creo que a veces se te olvida que no todos somos tan místicos ni nos conocemos tan bien como tú. —Me pongo de pie y me estiro—. Visto que no quieres desayunar conmigo, me largo a buscar a alguien que sí lo haga. ¿Sabes qué tiempo va a hacer hoy?

—Lluvia —responde, con los ojos todavía cerrados—. Ayer vi a las golondrinas volando bajo y a las cornejas en grupo.

Hace mucho que dejé de preguntarme qué clase de correlación tienen sus respuestas al asumir la meteorología del día presente; como siempre acierta, me conformo con que me dé la respuesta corta. Así pues, y resistiendo el impulso de darle un beso en la cabeza —no es un entusiasta del contacto físico, y yo tampoco—, recojo mis cosas, me aseguro de que no hay nadie husmeando por los alrededores de su cueva y bajo a mi pseudo apartamento.

La residencia es lo bastante grande para que todos los días te cruces a alguien nuevo, sobre todo porque gran parte de las chicas tienen novio, y como es natural, suelen pasar las noches acompañadas. La chica de la que Raz se está despidiendo cuando estoy bajando la quinta planta es un claro ejemplo: he oído hablar de la rubia de cuarto tantas veces que me he vuelto medio paranoica, buscando en las clases de último año a mujeres de pelo dorado... Para que resulte ser, al final, una de mis vecinas.

Raz la despide con un beso en los labios que trae a mi mente todos los pensamientos subidos de tono que estaba intentando erradicar. Hago ruido con los zapatos al bajar las escaleras, lo que les obliga a separarse, y sigo pateando el suelo hasta abrir la puerta de mi casa.

Un comportamiento muy maduro, ya... Pero soy una persona bastante egoísta, ya habéis visto que tengo ese chakra bloqueado. Si estoy sufriendo escasez sexual, preferiría que nadie se morrease delante de mi vivienda. Gracias.

Todas mis estrellas son fugaces [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora