Los largos días se vuelven cortos

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Aún no había salido el sol cuando Yuuri fue despojado de la manta que lo cubría. Mientras la somnolencia todavía controlaba sus sentidos, luchó una inútil batalla por recuperar aquello que otorgaba calor a su delgado cuerpo y, tras un breve debate consigo mismo, abrió los ojos y encontró una figura borrosa situada al lado de su cama. Tras emitir un bostezo, tomó asiento a regañadientes y se frotó un ojo.

—¿Qué sucede? —preguntó con la voz ronca—. Todavía es muy temprano...

—Levántate, cerdo —ordenó Yurio sin la más mínima vacilación—. Es hora.

—¿Hora? —Yuuri palpó la superficie de la mesita de noche hasta dar con sus gafas, y se las puso con premura. Tras echar un rápido vistazo al reloj, frunció el ceño y devolvió su vista a Yurio—. ¡Son las cinco de la mañana!

—Lo sé —replicó éste—. Es el momento perfecto para salir a correr: No hay sol, tampoco autos, o personas que puedan dedicarte miradas curiosas —se encogió de hombros—. Ponte de pie, ¡Vamos!

Yuuri emitió un pesado suspiro cargado de resignación, y abandonó la cama con gran esfuerzo ante la atenta mirada de su amigo. Yurio lo ayudó a escoger ropa adecuada y unas zapatillas deportivas y, tras un rápido bocadillo preparado por la madre de Yuuri, abandonaron el sitio en busca de un lugar idóneo para calentar.

Se dirigieron a un parque vacío que se hallaba cerca, y elaboraron algunos ejercicios de calentamiento. No habían alcanzado la mitad cuando Yuuri comenzó a quejarse, pero Yurio no permitió que se detuviera. Así, mientras Yuuri desfallecía, su espartano compañero lo obligó a trotar alrededor del parque a paso seguro antes que ambos comenzaran a correr a través de las calles vacías y cargadas de sombras alargadas.

No habían alcanzado los dos kilómetros, cuando Yuuri se dejó caer sobre el pavimento, exhausto.

—Ya no más —rogó con dificultad—. Por favor, Yurio. Ya no puedo más.

Plisetsky, que se hallaba a unos metros de distancia, se acercó a paso lento y acuclilló frente a su amigo con una expresión indescifrable.

—Descansa por cinco minutos, luego continuaremos por otros dos kilómetros más —dijo con voz seca.

Yuuri lo observó con incredulidad.

—¿¡Eh!? —estuvo a nada de desplomarse sobre la superficie— ¿Qué pretendes, Yurio? ¿Matarme?

Su amigo permaneció en silencio por unos momentos más, antes de responder con tono neutro:

—Debo ayudarte a recuperar la forma, así que más te vale que me agradezcas, cerdo, porque estoy gastando todo mi tiempo libre en ti —Yuuri elevó la mirada, y centró la vista en aquellos ojos claros que lucían tan confiables y determinados. Supo entonces que Yurio iba en serio, que incluso si no lo decía abiertamente, se encontraba preocupado por él—. Vamos, andando.

Yurio se irguió, y Katsuki pestañeó con incredulidad.

—¡Dijiste «cinco minutos»!

—Oh, ¿En serio? —Yurio lo observó con una sonrisa juguetona—. En realidad quise decir «cinco segundos».

—Eso... ¡Eso es cruel!

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Mientras Yuuri permanecía sentado, blanco hasta la médula, y con el alma huyendo por la boca, Yurio lucía ocupado con un tazón lleno de arroz y otras delicias que la señora Katsuki fue muy amable en preparar mientras ambos se dedicaban a ejercitar. El joven ruso no dudó en llevarse una gran cantidad de comida a la boca, y degustarla como si jamás en su vida hubiera probado alimento, pero luego de observar que Yuuri no se animaba a comer nada, frunció el ceño.

El lamento de ErosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora