4. La decisión

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A veces, cuando no podía dormir, me quedaba escuchando la acompasada respiración de Soo y pensaba en mis antiguos amigos. Concretamente, en mi mejor amigo. Era un chico de mi misma edad, llamado Kwan, al que conocía desde pequeño. De niños siempre jugábamos juntos y, ya cuando nos hicimos más mayores, empezamos a ver que teníamos muchas cosas en común.

Un día, estando en su casa, más exactamente en su cuarto, me dejó a solas para ir a decirle alguna cosa a su madre. Al ser como era una persona terriblemente curiosa, eché un vistazo a su habitación y me llamó la atención un cuaderno que había sobre su escritorio. Estaba escrito en ruso, pero eso no era un impedimento para mí, pues, como ya dije, mi padre me había enseñado el idioma.

Asombrado, vi que todas y cada una de las frases que allí habían eran críticas y comentarios llenos de amargura contra el Gobierno.

De repente, la puerta se abrió y entró Kwan, que al verme con el cuaderno en las manos me dirigió una mirada llena de espanto y soltó un grito ahogado. Yo me quedé petrificado, sin saber que hacer. Kwan se acercó a mí con un par de rápidas zancadas y me arrebató el cuaderno. Dio media vuelta y, después de dejarlo en una de las baldas de su armario, entre dos uniformes escolares, se giró otra vez y me agarró con fuerza de los hombros.

—Por favor, prométeme que no le contarás esto a nadie. Te lo ruego.

Nunca le había visto tan asustado.

—Tranquilo. Puedes confiar en mí.

A pesar de que asintió, estoy segurísimo de que, en ese momento, no me creyó. Amablemente, me hizo ver que allí ya no era bienvenido, y opté por marcharme antes de que se volviera todo aún más incómodo y violento.

Durante dos meses Kwan me evitó e ignoró por completo. Pero pasado ese tiempo, volvió a hablar conmigo, al principio con recelo, y después con la misma fraternidad de siempre. Ahora ambos compartíamos un secreto, y eso hacía que estuviéramos aún más unidos.

Mantuvimos muchas charlas sobre política después de que nos reconciliáramos, y también hablábamos del exterior.

—Mi padre estudió en Alemania Oriental, la URSS y China cuando era joven —le comenté una vez.

—El mío también estuvo en la URSS —eso explicaba por qué sabía ruso—. Todos esos países son comunistas o ya no existen, pero hay muchos más de los que no sabemos absolutamente nada de forma fiable.

—Bueno... —hice un esfuerzo por recordar algo que creía olvidado—. Mi abuelo me contó que su padre había estado en Inglaterra antes de la guerra. Me dijo que allí disponían de toda la electricidad que querían y que no existía el hambre.

—¿Y qué te dice que siga siendo así después de tanto tiempo?

—Nada, pero por algún motivo nos ocultarán la información sobre otros países o nos dirán que allí solo suceden cosas malas. Presumen de tener mayor producción alimenticia, mayor obtención de bienes, mejor calidad de vida... Pero si es así, ¿por que no nos dejan salir para que comprobemos nosotros mismos la miseria del resto del mundo?

Y ante esta pregunta, pensé que Kwan tendría que darse por vencido.

—Pero —dijo en último intento de demostrar que tenía razón—, de todas formas, aunque allá afuera se viva tan bien como piensas, ¿qué nos importa a nosotros?

Eso me desconcertó.

—¿A qué te refieres?

—Los que viven allí, felices con su comida, su electricidad y sus comodidades, ¿se preocupan por lo que nos pasa?

Me quedé callado por largo tiempo, tanto, que Kwan ya había comenzado a celebrar en silencio su victoria.

—¿Y qué culpa tienen ellos de que nosotros no seamos capaces de luchar por nuestra libertad?

Suspiré. Aquella había sido nuestra última conversación.

Ahora que estaba encerrado en un kwanliso, empezaba a compartir la forma de pensar de Kwan. ¿Por qué a nadie le importaba lo que estábamos sufriendo? ¿Por qué nadie de aquel mundo exterior intentaba ayudarnos? ¿Acaso era cierto que les daba igual que muriésemos?

Soo soltó un murmullo angustiado. Estaba hablando en sueños, seguramente tenía una pesadilla. Me acerqué a él y lo abracé. En cuanto notó mi proximidad, dejó de murmurar y se relajó visiblemente. Tomé entonces una decisión. Si nadie iba a ayudarnos, ya encontraría yo la forma de que lográramos sobrevivir, costara lo que costase.

*Kwanliso: nombre con el que se conoce a los campos.

Sin esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora