8. Lección

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Jung me había dado un reloj para que pudiera acudir puntualmente. Sin despertarlo, cogí a Soo en brazos y salí con cuidado, primero de la habitación, y después del piso. Rogué por no encontrarme con ningún guardia. Que nos mataran a ambos cuando él estaba tan cerca de escapar sería demasiado.

Por suerte, llegamos sanos y salvos a la callejuela. Jung ya estaba allí.

—¿Está todo listo? —pregunté con un susurro para no despertar a Soo.

—Por supuesto —casi pareció ofendido de que se lo preguntara.

Se instaló un incómodo silencio. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene despedirse de un muerto?

—Sabes que si pudiera salvaros a los dos lo haría, ¿verdad? —dijo de pronto—. He pensado cómo, pero es imposible. Llevarme a tu hermano es aún más arriesgado que si fueras tú; huir con ambos es prácticamente un suicidio.

Había desviado los ojos, avergonzado. Posé una mano sobre su hombro.

—No tienes por qué darme explicaciones, Jung, ni tampoco sentirte culpable —compuse una triste pero sincera sonrisa cuando me miró—. No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho, y estás haciendo, por mí.

Aparté la mano de su hombro y la extendí frente a él. Jung me la estrechó.

—Ha sido un placer conocerte.

—Lo mismo digo —replicó torpemente y con voz temblorosa—. Os dejaré a solas para que podáis despediros.

Dio media vuelta.

—Espera —se detuvo—, quiero que te conozca antes.

Jung asintió y se apoyó contra la pared, cruzando los brazos sobre el pecho. Desperté suavemente a Soo. No pareció sorprenderse mucho al ver que no estábamos en nuestra habitación. Lo dejé en el suelo y él se desperezó y bostezó antes de fijarse en Jung.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Quien es usted?

Jung le dedicó una sonrisa.

—Me llamo Jung —le miré, extrañado. Ya no hacía falta que usara un nombre falso. Entonces comprendí, ese era su verdadero nombre—. Soy quien os ha estado dando pan estos últimos meses. Tú y yo vamos a irnos de este lugar tan horrible.

Soo frunció el ceño.

—¿Usted y yo? ¿Y Yong?

Jung me lanzó una significativa mirada, que decía claramente: “Así que ese es tu nombre”. Asentí levemente.

—Yo no puedo ir con vosotros —respondí.

—¿Por qué?

Pensé durante unos momentos la respuesta.

—Porque primero tengo que reunirme con mamá.

Vi que Jung alzaba una ceja. Por supuesto, él no podía saber que no le había dicho nada sobre la muerte de nuestra madre a Soo. En la carta, cuando fuera capaz de leerla y enfrentarse a lo que contenía, se lo había explicado todo, absolutamente todo. De momento, no tenía por qué saberlo. Intentaba salvar todo resto de infancia que quedara en él.

—¿A dónde vamos? —le preguntó a Jung.

—No te preocupes por eso —repuso—. Te prometo que no es un mal lugar.

Soo se giró hacia mí. Puse un dedo sobre su boca, impidiéndole hablar.

—No puedo contestar a más preguntas tuyas. —Clavé una rodilla en tierra, poniéndome a su altura—. Haz caso de todo lo que Jung te diga, ten siempre mucho cuidado y, sobre todo, prométeme que serás feliz.

Acaricié su pelo.

—Quiero también que seas una buena persona. Ayuda siempre que puedas y a todo el que puedas. Nunca hagas algo que tu mente —le dí un ligero golpecito en la frente— o tu corazón —otro en el pecho— consideren cruel y, recuerda, muchas veces es mejor y más humano ser compasivo que ser justo.

Soo asintió a cada una de mis palabras, haciéndome ver que me había escuchado y que me entendía perfectamente. En ese momento, sentí como si algo se rompiera en mi interior.

Hundí la cabeza en su pecho y todas las lágrimas y sollozos que llevaba tanto tiempo conteniendo consiguieron escapar. Gracias a esto aprendí una importante lección. Guardar todo tu dolor bajo llave solo sirve para que se acumule, te cause aún más daño y acabé por resultar ser insoportable.

—¿Por qué lloras? —por el modo en el que le flaqueaba la voz, supe que Soo también estaba llorando.

Solté una medio carcajada, medio llanto, que quedó ahogada contra su camisa. Rodeé su cuerpo con los brazos, abrazándole por última vez en esta vida. Notaba un nudo en la garganta que me dificultaba hablar.

—Son lágrimas de felicidad.

Esto pareció sorprenderlo.

—¿Estás feliz?

—Mucho —mentí.

—¿Por qué?

No pude resistirme a levantarme y cogerle otra vez en brazos. Su peso y su proximidad me provocaron una sensación muy tranquilizadora y reconfortante.

—Porque por fin ambos vamos a salir de aquí.

Sin esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora