XXXI

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Capítulo 31:
El valor no es la ausencia del miedo

No podía ser...

—¿Cómo que se fue? —pregunté con voz angustiada y tragué para bajar mis decibeles.

Frente a mí tenía a un hombre de cabello castaño oscuro y ojos verdes con toques de café. Era una versión más anciana de Theo, pero igual de bien visto: Arturo Jatar, su padre, mano derecha del rey y jefe de las fuerzas secretas.

Mike me había acompañado hasta la casa de Theo. Quedaba subiendo la colina de la mansión real, tras un par de curvas con arbustos perfectamente podados.

Su casa, de piedra por fuera y de dos pisos, era bastante grande como para que vivieran dos personas. Poseía grandes ventanales, por los cuales se podían ver algunos muebles del interior. Su jardín, por otra parte, estaba totalmente descuidado. Tenían algunas flores secas cerca de la escalera del pórtico, y el resto era maleza y un limonero cargado con sus frutos pudriéndose.

—Princesa, Theo tiene encargado liderar la misión de recorrer los límites de Atanea, para saber si queda algún enemigo, o por si han dejado alguna pista —explicó Arturo con su voz de autoridad innata.

Arturo Jatar tenía grandes surcos oscuros bajo los ojos y sus escleróticas enrojecidas.

Esta pequeña familia estaba pasando un infierno.

—Perdón porque te hayamos molestado en tus días de descanso, Arturo —se disculpó Mike, y me puso un brazo en la espalda, presionándome para irnos.

Pero no podía irme así como así, debía decir algo más.

—Lo siento, Arturo. —Me giré cuando Mike ya me guiaba para bajar del porche—. Me imagino el dolor que deben estar sintiendo. La angustia, la desolación... —Tragué un bulto amargo en la garganta al ver sus ojos más verdes que los de Theo ponerse brillantes—. Lo siento mucho.

Arturo amplió sus ojos al escucharme, sorprendido. Me sonrió.

—Gracias, princesa... —Inspiró profundamente—. No puedo creer cuánto has crecido... Te conocí cuando tenías dos días de vida.

Lo único que pude pensar después de sus palabras fue que, mientras yo estaba en los brazos de mi amada madre y unos días después en los de mi padre, Theo ya debía tener casi cuatro años... Había sido un bebé sin haber pasado ni una sola vez en los brazos de una madre.

Inspiré profundo para alejar el remolino de angustia..., sin buenos resultados.

—No quiero que Theo sufra más —dije de pronto.

Mike pasó uno de sus brazos por mis hombros.

—Arreglaremos esto y lo superaremos. —Arturo elevó el mentón y apretó los labios, mostrando fuerza y valentía—. Theo estará bien una vez que se acabe todo. —Su voz era tranquila, pero cargada de determinación. Era un sobreviviente a sus propios sentimientos—. Gracias por preocuparte, sé lo importante que eres para él.

Me sonrojé por un instante y me esforcé por no bajar la vista. ¿Qué tanto sabía?

Para no meter la pata o decir algo incómodo, me limité a fabricar una sonrisa compasiva. Di un asentimiento rápido y bajé las escaleras del pórtico junto a Mike.

—Gracias, Arturo. Avísame cuando Theo vuelva —pidió Mike—, él no es muy bueno para llamar a su mejor amigo. —Noté que rodaba los ojos.

Me giré para despedirme sacudiendo la mano.

—Por supuesto.

El jefe de las fuerzas especiales se quedó pegado en su puerta de entrada, con las manos en su espalda y sonriendo vagamente. Era como si estuviera pensando en algo específico, algo más allá de mis lamentos hacia su momento doloroso.

Heredera doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora