II

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Capítulo 2:
Por segunda vez

Era el mismo chico con el que me había topado en el almacén esa tarde. Había dicho mi nombre con tono raro; me había asustado y yo lo había esquivado para correr hacia casa pensando que quería secuestrarme. Ese tipo, a quien creí un pobre esquizofrénico psicópata, estaba parado en la entrada del comedor de mi casa..., y yo no entendía el porqué.

Sentí una punzada de vergüenza por evadirlo de esa manera tan dramática. Mis padres lo conocían..., trágame tierra.

Esta vez, aún estando estupefacta, lo observé mejor; no debía tener más de veinticinco años, era de tez morena, pero no natural, tenía claras quemaduras hechas por el sol. Sus ojos, como los había observado aquella tarde, eran tanto verdes como cafés, y su pelo castaño oscuro era más corto que largo y lo tenía perfectamente despeinado. Debía medir aproximadamente un metro ochenta y algo. Vestía una chaqueta negra, unos pantalones color azul oscuro y unas deportivas oscuras, ropa diferente a la de esa tarde. Su expresión era algo tensa, pero tenía una fuerte chispa de seguridad en los ojos, los cuales estaban puestos en mí.

Mi estómago tenía una mezcla entre incertidumbre, nerviosismo y vergüenza. Sí, sobre todo vergüenza.

—Claire... —Noté que mi madre me clavaba los ojos al decir mi nombre—. Ethan, les presento a Theo Jatar. Es... un amigo de la familia. —Mamá exhaló—. En realidad, es hijo de un amigo de la familia.

La visita se estaba acercando a saludar, pero mi padre interrumpió:

—Agreguemos un puesto más, Theo debe tener hambre –propuso sonriendo, pero un sutil toque de perturbación cruzó por sus ojos.

—No es necesario, Héctor, gracias. —Hizo un gesto con el hombro que me pareció arrogante—. Ya comí. —Su voz era ronca y llamativa. Sus ojos pardos pasearon por los platos de la mesa—. Interrumpí la cena, lo siento por eso —habló hacia mamá y le sonrió.

Betty volvió al comedor, gruñó algo y se fue otra vez.

—Está bien, pero siéntate con nosotros —insistió papá, señalando una silla vacía al lado de mi hermano—. Te traeremos un café, eso no me lo podrás negar. —Papá dibujó una sonrisa rara y el invitado asintió estirando sus labios.

Mi madre se sentó y se quedó en silencio, al igual que yo, que seguía en estado gélido, y peor aún, no le había quitado los ojos de encima al extraño. Al darme cuenta de eso, reaccioné y me limité a mirar la comida. Luego observé a mi madre: tenía la vista pegada sobre el mantel. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente parecía estar a kilómetros del comedor.

Todo me daba mala espina.

—Bien —habló el aparente amigo de mi familia—, no he saludado aún. —Primero se acercó a Ethan y se tendieron un apretón de manos.

—Mucho gusto, soy Ethan, pero creo que eso ya lo escuchaste —saludó fanfarrón como de costumbre.

—Ethan —respondió el invitado con un tono neutral..., quizás hasta un poco aburrido.

Acto seguido, levantó la vista para clavarla en la mía, la cual ya estaba pegada su cara... otra vez.

Rodeó la mesa acercándose hacia mí, con movimientos deliberadamente lentos. Era exasperante. Mientras más se acercaba, más vergüenza se acumulaba en mi interior y mi nerviosismo crecía por no saber qué decirle. Quise hundirme en la silla, pero mantuve la compostura.

Cuando pasó por detrás de mamá, capté de reojo que ella al fin desvió la mirada y siguió los movimientos de Theo.

Una vez que el tipo llegó a mi lado, yo estaba al borde de salir corriendo con pánico escénico o lo que sea.

Acercó su cabeza y, sin decir nada, me plantó los labios en la mejilla, dejándome una marca invisible en la piel.

Ahogándome por dentro, quedé inhabilitada para hacer el más mínimo gesto facial.

Cuando creí que estaba listo para alejarse en silencio, me atravesó con sus ojos de pestañas largas y oscuras.

—Claire, qué gusto es conocerte —moduló con una seguridad inquietante, y después me sonrió como si nunca me hubiera visto antes.

No pude responder nada, mi cerebro había decidido ponerse en un estado de inanición. Por suerte, pude curvar un poco la comisura de mis labios, en un vago intento de sonrisa, lo que debió verse como una mueca lamentable.

Se encaminó hacia el puesto vacío que papá le había indicado, y en el momento en que pasó por detrás de mi respaldo, me susurró casi imperceptiblemente:

—Por segunda vez.

Tuve que esforzarme para no toser. No estaba segura de haberlo escuchado bien, pero para su desgracia (creo), mi madre también escuchó; sus ojos cafés se ampliaron y me escrutó, buscando alguna respuesta.

Todavía no sabía qué hacer ni qué decir, así que volví a mi comida para poder terminarla rápido, subir y acabar con todo este estúpido bochorno.

Acabé mi cena rápido entre que papá le preguntaba sobre un tal Arturo a la visita, que por lo que pude concluir, era su padre. Luego mi hermano les contó sobre las tácticas de natación que habían utilizado en el último campeonato. Mamá estaba tan callada como yo, y me observaba de refilón a ratos.

Cuando todos terminaron, Betty volvió con más gruñidos y tazas de café. Ethan y yo nos levantamos con los platos sucios en las manos.

Nunca me sentí con más ganas de recoger platos vacíos.

Esta era la oportunidad.

Después de dejar las cosas en la cocina y que Ethan me mirara mal por dejarlo lavando solo, crucé el comedor como un correcaminos con la idea de salir disparada hacia arriba. Atravesé el salón sin mirar a nadie y cuando estaba pronunciando la palabra "permiso", mi padre interrumpió:

—Claire, ¿dónde vas? Quédate a conversar un poco —sugirió, ampliando sutilmente los ojos para entregarme un mensaje implícito.

—No, papá, es que... —Tenía que escapar de algún modo, necesitaba aclararme—. Amil me invitó a un cumpleaños y... ya es hora de ir a arreglarme y todo eso, ya sabes...

—Pensé que estabas cansada —refutó ceñudo.

Sí... gracias, papá.

Mamá seguía muda y Theo, el invitado estrella, me observaba atento, con una leve sonrisa burlona que me produjo ganas de pegarle un manotazo.

—Eh... sí, papá, pero debo ir. Permiso. —Sonreí de manera cínica y me fui casi corriendo. Subí a tropezones la escalera, llegué a mi habitación y cerré la puerta.

Me quedé inmóvil otra vez. ¿Qué cojones estaba pasando? ¿Y qué se suponía que debía hacer? ¿Contarle a mamá? Probablemente...

Iba abrir la puerta para llamarla, pero me arrepentí. Todos se darían cuenta de que algo pasaba si la llamaba para hablar a solas si hace tan solo un momento había estado abajo, y se iba a volver incómodo. Aún más incómodo.

Lo mejor era escapar del enredo y contarles mañana por la mañana, cuando la visita ya no estuviera.

Saqué del armario un vestido nuevo que había comprado hace algunas semanas y con un poco de fuerza desesperada le corté la etiqueta. Me lavé los dientes, me puse rímel y me hice unas ondas rápidas en el pelo lacio. Envié un mensaje a Amil para que viniera a buscarme.

Me analicé en el espejo un momento: tenía unas ojeras leves, supuse que estaban ahí por el momento de estrés de la tarde (estrés que continuaba). Mis ojos marrones se veían casi negros. Incluso mi cabello, usualmente rubio dorado, se veía castaño. Me sentía apagada.

«No importa», me animé mientras me rociaba perfume. Lo importante era salir de ahí.

Heredera doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora