XII

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Capítulo 12:
El rey

Archibald Relish, Rey de Atanea, abuelo de Claire

Los papeles se amontonaban en el macizo escritorio. Mis manos ya no eran tan jóvenes, después de unas horas las articulaciones comenzaban a doler gracias a mis siete décadas. La jaqueca era un vaivén que se presentaba de acuerdo a las noticias que recibía.

La asfixia surgía en mi garganta cuando pensaba en Claire, mi nieta, y el peligro que la perseguía. Hace diecisiete años, junto con doce reyes, tomé la decisión de hacerla heredera del poder, y ahora su vida corría peligro por eso. En su momento fue la decisión correcta, no teníamos opción, pero eso no evitaba el peso que sostenía en los hombros y en el pecho.

No solo Claire estaba en riesgo, sino que mi hija, Isabella, tuvo que separarse de ella. Eloise estaba devastada. Hace diecisiete años que no veíamos a nuestra hija, pero hoy dolía tanto como el primer día.

Giré mi silla y dediqué un momento a observar por la ventana. Atanea se veía tranquilo desde aquella altura, no reflejaba lo asustada que estaba nuestra población. Esa incertidumbre y miedo se expandía hacia la mayoría de los reinos, más a los que Lumba amenazaba con tomar. Ese reino, que alguna vez fue un buen lugar, ahora era gobernado por seres ruines y despreciables. No podían recuperar el poder, o las muertes en los reinos serían catastróficas.

Eso último era mi deber.

La rutina últimamente consistía en planificar estrategia por estrategia junto a los reyes y Consejos de otros reinos, ocupando casi todas las horas del día en ello, y en las horas restantes seguía pensando en planes nuevos.

Debía traer a mi nieta de vuelta, ponerla a salvo y derrocar al reino Lumba. Era mi trabajo luchar por mi reino, por mi familia.

Y haría todo para lograrlo.

Alguien tocó mi puerta y me sacó de mi ensimismamiento

—Adelante —respondí a los golpes y me puse de pie.

Arturo Jatar entró a mi despacho con el mismo semblante de siempre, aquel que transmitía seguridad y liderazgo.

Arturo era mi mano derecha, pese a ser varias décadas más joven que yo. También lideraba como jefe de las fuerzas secretas de Atanea. Poseía inteligencia y entregaba infinita lealtad, además de ser el padre del guardián que protegía a mi nieta, al cual contactábamos para darle las indicaciones necesarias.

—Mi rey, han llegado sin novedad a la torre oculta en el Amazonas —informó con la barbilla en alto.

—Gracias, Arturo —contesté asintiendo—. Asegurémonos de que sepan el plan a seguir para cruzar a Séltora. Estoy seguro de que los lumbianos acechan la entrada a cada reino.

—La estrategia está lista —aseguró solemne.

—No podemos permitir que vuelva a ocurrir otro incidente como el de México —dije, sintiendo que mis músculos se tensaban al recordar ese suceso.

—Theo no volverá a fallar, mi rey. Menos ahora, con refuerzos tan importantes.

Sonreí ante su respuesta tranquilizadora y me detuve a pensar unos segundos antes de continuar.

—Arturo, espero que con toda la confianza que nos tenemos no te sientas incómodo con lo que te preguntaré, pero los rumores cada vez son más fuertes... —Hice una pausa, buscando las palabras adecuadas para que el expectante Arturo no se incomodase—. He escuchado entre el personal, además de parte del Consejo, que se ha formado cierta relación especial entre Theo y mi nieta, producto de lo cual fue el descuido en Monterrey.

—Theo me ha contado lo ocurrido, mi rey —atajó de inmediato—, pero no es bueno hablando de sus sentimientos, menos conmigo, ya sabe, siente que pierde su imagen fuerte —agregó sin pizca de incomodidad. Su confianza me reconfortó.

—¿Sabes, Arturo? —Junté las manos atrás y sonreí—. Me pregunto si será cierto... Mi nieta y tu hijo.

—Espero que no —admitió, demasiado seco para mi gusto.

Subí ambas cejas, pero no estaba tan sorprendido.

—¿Por qué? —quise saber, pese a que tenía mi hipótesis.

—Al menos no hasta que arriben a Atanea. —Acomodó sus pies, separándolos más y haciéndose más alto—. Theo está estrictamente entrenado como agente para no perder el foco de una misión, no puede confundirse ni distraerse. Está prohibido, lo sabe.

Entorné los ojos.

—No seas tan testarudo, Arturo —reprendí en una carcajada—. Mira en el siglo que estamos, no somos nadie para reprimir sentimientos. —Se me escapó un resoplido. Qué palabras decía a esta edad. La vejez te pone así—. Y en temas del corazón, amigo mío, ni nuestra mente poderosa es capaz de hacerle frente. No podemos controlarlo. Lo importante, como dices, es que la misión sea llevada a cabo. El resto ya se verá.

Me sentí un anciano sabio. Tal vez lo era.

Arturo no pareció muy convencido.

—Nos interesa que no pierda el foco y mantenga a salvo a la princesa —contestó con un semblante profesional.

Nos mantuvimos en silencio un minuto, mis pensamientos me atraparon nuevamente.

—Estará bien, mi rey —me aseguró otra vez—. Lograremos que llegue a Atanea a salvo. Con ella aquí será más fácil derrotar a los gobernantes lumbianos.

Apoyé una mano en el escritorio.

—A veces me pregunto si hicimos lo correcto en hacer de su alma una heredera de poder —repuse en un susurro.

—Usted sabe que era la única alma capaz de soportar todo ese poder durante la transferencia —afirmó, enfático.

Arturo era muy joven por aquel entonces, hace diecisiete años. Su hijo era apenas un niño revoltoso haciendo travesuras, sin nadie que lo regañase por la empatía que significaba que no tuviera madre.

—Tienes razón. —Suspiré, cansado—. He de esperar que sepa controlarlo bien una vez que empiece a desarrollarla.

—En Séltora comenzará su entrenamiento —habló alzando una mano, como si quisiera darme tranquilidad con ese gesto.

—Gracias, Arturo. —Me senté nuevamente.

—Si me disculpa, debo ocuparme de algunas cosas antes de la reunión con el Consejo, mi rey.

Asentí hacia él en forma de agradecimiento y Arturo salió por la misma puerta que entró.

Me volteé otra vez hacia mi ventana; un grupo de agentes nuevos estaba entrenando y desarrollando su habilidad de velocidad y fuerza. Corrían con todo lo que les daba el cuerpo, de un extremo de la cancha de entrenamiento hacia el otro. Capté que algunos incluso alcanzaron una velocidad de ochenta kilómetros por hora aproximadamente. Impresionante.

Un recuerdo de mi hija Isabella corriendo a más no poder por el jardín asaltó mi mente, recordé cuánto se esforzaba por desarrollar las habilidades velocidad y salto.

La nostalgia me invadió, pero sacudí la cabeza para concentrarme.

Mi familia, mi reino, mi responsabilidad.


NOTA: Un pequeño vistazo al tan misterioso rey de Atanea. Un pequeño capitulo intermedio, espero que haya sido de su agrado leer otro punto de vista. Por favor AMO sus comentarios, no dejen de hacerlo.

Heredera doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora