- Capítulo 5 -

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Logan no parecía muy interesado en mantener conversación alguna durante el trayecto hasta Niza. Tan sólo se limitó a refunfuñar de forma ininteligible y chasquear la lengua, mientras Elise no paraba de morderse las uñas.

La joven no podía centrarse en ninguna de las ideas en concreto de todas las que se arremolinaban en su cabeza: su hermana, el peligro que corría, la incertidumbre de su situación, su dependencia de ese comisario Logan, su empleo en el Dante, su futuro...

Y tan vitales le parecían todas que, finalmente, su cerebro optó por poner en marcha un mecanismo de defensa. Pero ni siquiera la migraña que se posicionó entre sus ojos logró que su mente alejara tales pensamientos.

Logan condujo por las calles de Niza. Parques, teatros y fuentes se sucedían al paso del coche, y Elise miraba y no veía nada. Ni siquiera se dio cuenta de lo cerca que pasaron del Hospital Universitario de la ciudad, en el que trabajaba su hermana Marie. Minutos más tarde llegaron hasta la colina de Cimiez, y en lo alto de uno de los montes la joven reconoció de inmediato un edificio enorme y majestuoso datado de 1896: era el Hotel Casino Le Parisienne, un lugar de lujo con acceso limitado por una lista de espera de varios meses. Y, sorprendentemente, el coche de Logan encaró precisamente el acceso a la empinada rampa de asfalto que ascendía hasta las inmediaciones de ese lugar.

—Bon jour, monsieur —les recibió el vigilante, ataviado con un uniforme tan elegante que parecía más bien un cliente del lujoso hotel.

Logan bajó la ventanilla y mostró su identificación policial. Inmediatamente, el vigilante borró la amable sonrisa y alzó las cejas.

—Tu jefe ya me está esperando —dijo Logan, como única explicación.

El trabajador del aparcamiento asintió con la cabeza. No era la primera vez que el comisario de Mónaco se dejaba ver por esos lares de forma repentina. Caminó de vuelta a su garita y activó la apertura de la verja de acceso.

El comisario le dirigió un saludo marcial al adentrarse en el terreno del hotel.

La estrecha calle ascendía serpenteando por la ladera del monte, y apenas un par de minutos después, Logan superó mediante su identificación la entrada al aparcamiento subterráneo.

A Elise le costó habituarse a la luz tenue de las lámparas fluorescentes mientras el coche descendía varios pisos, y en el trayecto no dejaba de preguntarse qué estaban haciendo en el Casino de Niza.

Abandonaron el coche en una plaza libre y solitaria y ascendieron un corto tramo por las escaleras de emergencia hasta alcanzar el nivel de los ascensores.

Y en el interior de uno de ellos fue que Logan se dio cuenta del nerviosismo de la muchacha.

—Elise, el tipo al que vamos a ver ahora es un viejo amigo mío y tiene mi máxima confianza. No te dejes engañar por su apariencia o por su forma de hablar. Está todo bien —le explicó Logan—. Y... es el dueño de este hotel.

Elise no respondió. Se limitó a ver la cuenta ascendente en los números rojos luminosos sobre la puerta del ascensor. El estatus y la apariencia de ese tipo o de cualquier otro era lo último que le importaba en aquel momento.

¡Cling! El ascensor llegó hasta la última planta y la puerta se abrió a un amplio y elegantísimo hall, cuyo suelo encerado brillaba tanto que Elise no sabía si pisarlo podría suponer un delito.

Caminó tras Logan, sintiéndose cada vez más diminuta a medida que avanzaban, y los pasos de ambos resonaron en el desierto vestíbulo hasta que se detuvieron frente a un mostrador regido por una mujer de avanzada edad, elegantemente vestida y ataviada con unos lentes estrechos con montura metálica.

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