- Capítulo 1 -

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Las callejuelas estrechas en la vieja villa canalizaban la marinada y añadían el de la salitre a los diferentes aromas que ya impregnaban el ambiente: flores, crêpes, café recién hecho...

No había mucho que ver allá al inicio de la primavera. El turismo apenas despertaba del letargo invernal y, por eso, las voces que se oían aquí y allá eran familiares para todos. Y es que todos se conocían en la vieja villa y, siendo osados, se podría afirmar que lo hacían en todo el pueblo.

Así era Menton. Y aquel carácter sencillo era lo que lo hacía especial y acogedor a ojos de la muchacha que caminaba con urgencia por aceras empedradas en algunos tramos y enlosadas en otros, poniendo especial precaución de no resbalar al pisar la humedad en las losas rojas. La lluvia se convertía en uno de los pocos peligros que rondaban las antiguas calles en temporada baja.

 La lluvia se convertía en uno de los pocos peligros que rondaban las antiguas calles en temporada baja

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Cuando regresaba a casa siempre lo hacía caminando desde el lado del mar. Le gustaba el sonido implacable del oleaje cuando embestía contra las rocas, le gustaba el graznido de las gaviotas que jugaban a retar a las corrientes de aire y detenerse en el cielo.

En la Plaza del Cabo, el dueño del puesto de flores ya recogía su tenderete. Por el efecto de la lluvia, el olor a mar era sustituido por el de las gardenias que el florista solía vender.

Ella respiró profundamente y entornó los ojos. Le encantaba. Era una reacción automática; cuando llegaba a casa y olía aquellas flores, se relajaba.

Le daba sensación de paz.

Anduvo un poco más y se detuvo en el número 28 de la Rue de Saint-Michel, un portal de aspecto desvencijado, para rebuscar el juego de llaves en los bolsillos de su chaqueta por debajo del impermeable gigantesco que la cubría a ella y a su mochila. Los paraguas eran inservibles ante los temporales de costa.

—¡Elise!

Volteó hacia la voz que emergía de la ventana contigua a la puerta. Una mujer de mediana edad y apariencia jovial le hacía señas exageradas con las manos pese a que la lluvia no era tan intensa como para impedir divisarla.

La joven entendió el mensaje y caminó hasta la puerta del local, una creperie, y se asomó al interior. La mujer acudía ya a su encuentro.

—¿Vienes de tus clases? —preguntó, y ante el gesto afirmativo de Elise posó en sus manos con ademán imperativo un pequeño paquete envuelto con papel marrón—. Llévate esto. Son pastas de este mediodía.

Elise sonrió con timidez.

—Sabe cuánto me cuesta aceptarlo, Annette. No debería acostumbrarme a tantos mimos.

—¡Mimos! De eso nada —replicó la mujer, levantando el dedo índice en gesto de advertencia—. Tengo apuntado en una lista todo cuanto te he estado dando gratis. El día que seas famosa te pasaré la factura.

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