- Capítulo 10 -

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Los días se sucedieron con Elise luchando contra la salvaje Chessy, que odiaba que la cepillaran, y participando de las extrañas conversaciones con Hutter, entre otras tareas tales como organizar y clasificar los tomos de la biblioteca especializada por temas y en orden alfabético, lo que le llevó varias mañanas.

En sí, su trabajo como asistente no era estresante en absoluto: tenía las tardes completas para su propio disfrute y, aunque las pasaba en el piso de Hutter, se entretenía buscando complementos para el atuendo de Alice. En la habitación de invitados había descubierto un arsenal de trajes, telas y complementos de todo tipo y, tras obtener el permiso de Hutter, se entretuvo por las tardes buscando detalles para su nuevo personaje. Había decidido que, ya que tenía que interpretarla, la acercaría lo máximo posible a Rikku, su propia creación. Estaba convencida de que aquello la ayudaría a mantener su mente ocupada y alejada de pensamientos sombríos. Tenía la esperanza de que pronto llegarían tiempos mejores y que volvería a actuar felizmente ante su público callejero. Y Hutter hizo traer incluso más tela y material para ella en cuanto supo de las intenciones de Elise.

Fue imposible, sin embargo, entablar diálogo alguno con la Liebre de Marzo. El hombre oculto bajo el disfraz era hosco y antipático, y Elise descubrió muy pronto que, al contrario de lo que había pensado en un principio, no podía ver en aquel desgraciado un compañero de desdicha. La Liebre llegaba, a veces comía algo, luego recibía instrucciones de Hutter y por último se dedicaba a ir y venir de aquí para allá.

Era algo así como un servicio de mensajería con careta.

—No lo tome como algo personal —le aconsejó Cedric, una tarde, tras ser testigo del enésimo intento fallido de Elise de iniciar algún tipo de relación amistosa con la Liebre y ésta largarse refunfuñando—. Es un hombre reservado y no lleva nada bien tener que ir disfrazado así.

Ella interrumpió la confección de un cinturón azul con pedrería para mirar a Cedric, atareado en aquel instante con la limpieza de un mueble.

—¿Y por qué lo hace? —preguntó intrigada—. Usted no lleva el disfraz de Lirón porque no quiere hacerlo.

Cedric sonrió, asintiendo.

—Mi caso es especial. Puedo permitirme algunas licencias así porque llevo sirviendo al señor Hutter toda la vida. El caso de la Liebre es diferente, supongo que no se atreve a negarse por miedo a ser despedido —aventuró—. En realidad no sé muy bien cómo consigue mantener aplacada la ira porque en ocasiones el señor Hutter roza los extremos de la peculiaridad.

Ella soltó una carcajada.

—Es usted muy elegante cuando se refiere a Hutter.

Cedric continuó con su trabajo, pensativo. Ella enhebró un nuevo brillante y se dispuso a coserlo en el cinturón.

—Le encontró pidiendo dinero cerca de la puerta de entrada al hotel —confesó el hombre, de repente.

—¿Cómo? —preguntó ella, alzando la vista de su labor.

—El señor Hutter salió del hotel un día y encontró en la verja de entrada, junto a la calle, a un hombre con la mano extendida. Sus ropas no eran harapientas, no portaba ningún letrero penoso colgado de su cuello y no llevaba con él absolutamente nada. Pero su rostro... El señor Hutter me explicó que tenía la cara cruzada de arrugas, como si las desgracias de cien años le hubieran azotado de golpe, y los ojos desprovistos de vida. Al parecer había perdido su empleo y no había podido seguir pagando el alquiler. Su esposa no pudo soportar la gravedad de la situación y le abandonó. De modo que se dedicaba a vagar por las calles de Niza en busca de limosna, nada, lo mínimo que le permitiera comer a diario.

HutterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora