22. Revelaciones

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Abrió los párpados de súbito, sin saber dónde demonios se encontraba. Pestañeó rápidamente tratando de acostumbrar sus ojos a la luz, la cual inundaba la habitación sin mucho resplandor. Debía ser más tarde que el mediodía.

Se llevó la palma derecha a la frente aún atontada, incapaz de distinguir la realidad del sueño. Sabía que estaba acostada, de espaldas, en esos instantes, mirando el techo, pero hasta ahí llegaba su consciencia, hasta allí llegaban sus certezas. Con miedo de mirar a su alrededor, comenzó a mover sus manos contra el colchón, palpando la suavidad de las sábanas, hasta estirar los brazos a sus costados para ver si había alguien a su lado. Sin embargo, nada encontró en su camino. Algo era algo. Al menos, en ese momento, estaba sola.

Regresó las manos hasta su cuerpo para corroborar sus temores, comprobando su desnudez en una cama ajena. Con lentitud, se incorporó hasta quedar sentada, afirmando la tela firmemente contra su pecho, registrando con la mirada cada espacio, cada objeto de la habitación. De pronto, los recuerdos se agolparon en su memoria, con una violencia que parecía que le hubieran vertido un balde de agua congelada en la cabeza. Su sueño, en donde se encontraba cenando con sus dos amigos en el gran comedor, era sólo eso, un sueño de una época que ya no volvería. Al menos, no mientras continuara la guerra, y menos aún siendo prisionera de Theodore Nott.

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Nott.

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El evocar su nombre desbloqueó lo más profundo de su memoria, provocando un fuerte escalofrío que erizó su piel. Apretó las sábanas entre sus dedos, a la vez que advertía como sus pulsaciones iban aumentando su velocidad y como sus mejillas se coloreaban. Trató de cerrar los ojos para calmarse, pero solo lo empeoró, ya que al hacerlo, experimentó todo de nuevo en una milésima de segundo.

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Luego de tentar su suerte, fue arrastrada en una vorágine de lujuria, que no pudo ni quiso controlar. Theodore la tomó por la muñeca y la atrajo contra su cuerpo, hundiendo ambas manos en su cintura, apretándola con fuerza, casi con desesperación. Inundó su boca de improviso y, con maestría, guió sus labios en una danza letal, embriagándola, cegándola, seduciéndola, obligándola a responder con la misma fiereza. Sin embargo, cuando Hermione, intoxicada, logró llegar a su nivel, él cambió de estrategia, bajando por su cuello, hasta postrarse en la hendidura de su clavícula. Hermione no pudo evitar un gemido, y lo sintió reír contra su piel.

En un instante de lucidez, súbitamente enfadada por saberse en sus redes, lo empujó de los hombros para deshacerse de su agarre, pero a penas lo movió. Por el contrario, fue ella misma la que rebotó contra su torso, impulso que el aspirante a mortífago utilizó en su favor para girarla y atraparla contra la pared. La maniobra pudo desorientarla lo suficiente para que él pudiera recobrar el poder e hipnotizarla con sus caricias, logrando que Hermione se sintiera sofocada, ahogada. Sin saber qué hacer con sus brazos, ella colocó ambas manos detrás de su nuca y las deslizó por su espalda, notando como con aquél movimiento lo incitaba a aumentar la intensidad de sus movimientos.

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La castaña se atoró con su propia saliva al recordar el estremecimiento que sintió con sus caricias, notando la garganta reseca de tanto gemir a su merced. No podía creer lo que había hecho. Sencillamente no se encontraba en sus cabales. En su languidez, se había dejado llevar y ahora, sinceramente, no sabía que iba a ocurrir a continuación.

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Nuevamente las reminiscencias la atacaron, reviviendo el preciso instante en que él se deshizo de su ropa. El preciso momento en que ambos cayeron en la cama. El preciso segundo en que él la reclamó para sí, sellando aquel encuentro, haciéndola suya por completo, como si fuera algo natural y obvio.

El Diario de una MáscaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora