ɪɪɪ - ᴇʟ ᴘᴀʀɪᴀ

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Lip-Lip, siguió entristeciéndole tanto la vida al lobato, que este fue haciéndose mucho peor y más feroz de lo que por su misma naturaleza le correspondía. El salvajismo era parte integrante de él, pero llevado a tal extremo, excedía ya los límites de lo que era de esperar. Hasta entre los hombres, sus dueños, su maldad era patente. Si se turbaba el orden en el campamento, se armaba de pronto un vocerío, había una reyerta, se oían disputas o una mujer escandalizaba porque le habían robado un pedazo de carne, era que con toda seguridad Colmillo Blanco andaba mezclado en el asunto directa o indirectamente. No se tomaron la molestia de examinar las causas a que esta conducta suya era debida. Solo vieron los efectos, y es innegable que resultaban malos. Era un raterillo y hasta un consumado ladrón, un ser dañino que se complacía en fomentar la intranquilidad ajena. Y nada le importaba que las iracundas mujeres de los indios le dijeran en su propia cara que no era más que un lobo completamente inútil y que acabaría mal. Él sólo se preocupaba de evitar el golpe del objeto que ellas le arrojaban. Se convirtió en un paria en medio de aquella especie de pueblo. Todos los perros más jóvenes seguían a Lip-Lip.

Entre ellos y Colmillo Blanco había algo que los diferenciaba. Tal vez comprendían su origen salvaje, e instintivamente este les inspiraba la enemistad que los perros domésticos sienten hacia el lobo. Sea lo que sea, lo cierto es que se unieron a Lip-Lip para perseguirlo. Y una vez declarados en contra suya, no les faltaron razones para continuar siendo sus enemigos. No quedó ni uno que, de cuando en cuando, no trabara conocimiento con sus dientes, y en honor de la verdad hay que decir que devolvía más de lo que recibía. A muchos de ellos hubiera podido hacerles correr de lo lindo en singular combate; pero tal clase de lucha le fue siempre negada. En cuanto comenzaba una, se convertía aquello en señal para que los perros más jóvenes del campamento acudieran a la carrera y se le echaran encima.

De esta persecución en cuadrilla aprendió dos cosas importantes: cómo mantenerse hábilmente a la defensiva en ataques en masa contra él dirigidos, y cómo causarle a un solo perro el mayor daño posible en el más breve tiempo. Mantenerse a pie firme en medio de toda aquella masa hostil significaba salir con vida de allí, y se convenció tanto de aquella verdad, que su habilidad para no caerse parecía más propia de un gato. Hasta en el caso de que perros mayores lo empujaran de lado o hacia atrás, al recibir el choque de sus arremetidas, sabía dejarse llevar por el impulso, o en el aire, o deslizándose sobre el suelo; pero nunca con las patas por alto, y siempre con los pies apuntando a la tierra.

Cuando los perros luchan, no suelen hacerlo sin ciertos preliminares: gruñidos, pelos erizados, contoneos, las piernas muy tiesas. Pero Colmillo Blanco aprendió a omitir estos preparativos. Todo retraso suponía dar tiempo a que llegaran los perrillos más jóvenes. Era preciso obrar rápidamente y retirarse. Así se acostumbró a no dar señales por las que pudiera averiguarse su intención. Arremetía de pronto, mordía y sajaba en un instante, sin previo aviso, y evitaba con ello que sus contendientes pudieran prepararse para el ataque. Así, el daño resultaba más rápido y mayor; la sorpresa era un arma cuyo valor aprendió él a apreciar. El perro que era cogido por descuido cuando no había tenido aún tiempo de ponerse en guardia, y al cual le rajaban un hombro o le desgarraban una oreja hasta convertírsela en colgantes tiras de piel, podía darse por medio vencido ya.

Además, era muy fácil derribarlo en tales circunstancias, y, conseguido esto, invariablemente quedaba a la vista la parte blanda que está debajo del cuello..., y ese era precisamente el punto vulnerable que había que herir para quitarle la vida.

Colmillo Blanco lo conocía perfectamente. Era un conocimiento especial que le había sido transmitido como legado de generaciones de lobos cazadores. El método empleado cuando tomaba la ofensiva era: primero, coger a solas a un perro; segundo, atacarlo por sorpresa, derribándolo, y tercero, clavarle los dientes, procurando hundirlos hasta el gaznate.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora