CUARTA PARTE - LOS DIOSES SUPERIORES 1 - El enemigo de su raza

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Si alguna aptitud, por remota que fuera, pudo existir en el fondo de su naturaleza para fraternizar con los de su raza, esa aptitud quedó para siempre destruida en Colmillo Blanco cuando lo hicieron guía del tiro que arrastraba el trineo. Porque ahora todos los perros lo odiaban..., lo odiaban por la ración extraordinaria de carne que le reservaba Mitsah; por todas las distinciones, reales o imaginarias, de que era objeto; porque iba disparado siempre, delante de todos los demás, enloqueciéndolos con la perpetua vista de aquella poblada cola que se mecía en el aire y de aquellas patas posteriores en constante fuga. 

Y con igual fervor correspondía a tal odio Colmillo Blanco. No le gustaba guiar el tiro. Verse obligado a correr delante de toda la jauría, como si esta lo persiguiese aullando continuamente, y pensar que no había uno de aquellos perros a quien él no hubiera zurrado y sometido durante tres años, era algo superior a sus fuerzas. Pero, pudiera o no, tenía que soportarlo o morir, y de esto último no sentía el menor deseo aquel caudal de vida que él atesoraba. 

En el mismo momento en que Mit-sah dio la orden de partir, vio a todo el tiro embistiéndolo a él con ansiosa y salvaje gritería. No había defensa posible. Si se volvía para hacerles frente, Mit-sah le lanzaría un latigazo en la cara. No le quedaba más recurso que correr, huir. A coletazos y a patadas no podía pelearse con toda la jauría que venía detrás embistiendo. No iba a emplear armas tan débiles contra tantos y tan poderosos dientes. ¡A huir, pues, aunque para ello tuviera que violentar su propia naturaleza, su orgullo, a cada salto que daba, y esos saltos durarían el día entero! 

Ir en contra de los naturales impulsos provoca una profunda reconcentración y el espíritu se resiente de ello. Ocurre lo mismo con un pelo cuya dirección, que es la de apartarse del cuerpo del que procede, se ve contrariada. Se enrosca sobre sí mismo, vuelve al punto de partida, y se convierte, al clavarse en la piel, en causa continua de irritación y molestia. Así ocurrió con Colmillo Blanco. Sentía el impulso de arrojarse contra la perrada que aullaba detrás de él; pero la voluntad de los dioses se lo prohibía, y aquel larguísimo látigo se lo recordaba constantemente. La consecuencia fue que, devorando su amarga pena, la convirtió en el odio y la astucia propios de la ferocidad indomable de su naturaleza. 

Si alguien hubo en el mundo que se distinguiera por ser el mayor enemigo de su propia raza, ese fue Colmillo Blanco. Guerra sin cuartel es lo que deseaba. Si continuamente lo herían las dentelladas de los otros, continuamente marcaba también con ellas a los demás. Cuando le desenganchaban, Colmillo Blanco jamás se acurrucaba, como el resto de los perros del trineo, a los pies de los dioses en demanda de protección. Él la despreciaba. Lo que hacía era pasearse con aire audaz por el campamento, volviendo de noche las injurias recibidas durante el día. Cuando aún no era más que uno de tantos, había acostumbrado a sus compañeros a dejarle el paso libre. Ahora las cosas eran muy distintas. Excitados por la diaria persecución de su guía, inconscientemente influidos por el repetido espectáculo de su fuga ante la jauría en masa, dominados por aquella impresión de que ellos eran allí los que mandaban a su jefe durante las horas del día, no podían avenirse fácilmente a cederle el paso. En cuanto se presentaba ante ellos, surgía la lucha, y todo eran gruñidos, dentelladas y ladridos. Hasta el aire que respiraban parecía saturado de odio y de maldad, con lo que él se volvía cada día más iracundo. 

Cuando Mit-sah dio orden de que se parara el trineo, Colmillo Blanco obedeció. Se produjo al principio algún desorden entre los otros perros, porque todos querían arrojarse contra su odiado guía, solo por el gusto de invertir el orden de las cosas. Pero detrás de él estaba Mit-sah, haciendo silbar la fusta sobre sus cabezas. Los perros llegaron a entender que cuando todo el tiro se paraba por mandato del dueño, era preciso que dejaran tranquilo a Colmillo Blanco. Pero cuando él se paraba, por su antojo y no por obediencia a la orden recibida, entonces sí podían echársele encima y hasta matarlo, si les era posible. Tras algunas ocasiones en que esta teoría se puso en práctica, Colmillo Blanco ya no se paraba si no se lo mandaban. Pronto aprendió lo que querían que hiciera. La realidad misma le obligaba a ello si quería salir con vida. 

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora