ɪᴠ - ᴇʟ ʀᴀsᴛʀᴏ ᴅᴇ ʟᴏs ᴅɪᴏsᴇs

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Allá por el otoño, cuando los días se iban ya acortando y el frío de la helada invadía el aire, Colmillo Blanco halló ocasión oportuna para lograr su libertad. Durante muchos días reinó gran agitación en la aldea ambulante. Se levantó el campamento veraniego, y la tribu, con todos sus equipajes, se preparó para emprender sus cacerías otoñales. Colmillo Blanco estuvo observándolo todo con ansiosos ojos, y cuando las chozas fueron desmontadas por los indios y se cargaron las canoas en la orilla, comprendió lo que ocurría. Las embarcaciones se iban, y algunas habían desaparecido ya, río abajo.

Decidió quedarse rezagado con toda intención. Esperó la ocasión oportuna para escaparse del campamento y perderse entre los bosques. Se dirigió hacia el lugar donde el agua de la corriente empezaba a helarse y cuidó de que allí desapareciera su propio rastro para que no se pudiera seguir. Luego se arrastró y se quedó esperando. Transcurrió el tiempo y, con algunas intermitencias, pasó dormido horas enteras.

Después lo despertó la voz de Castor Gris, que lo iba llamando por su nombre. Se oían otras voces también.

Distinguió claramente la de la mujer del indio y la de Mit-sah, su hijo.

Colmillo Blanco tembló de miedo, y aunque su primer impulso fue salir de su escondrijo, lo resistió y se quedó quieto. Al cabo de un rato, las voces se alejaron hasta dejar de oírse. Esperó algún tiempo más y salió, al fin, para disfrutar de la alegría del triunfo. Iba oscureciendo, y durante unos momentos se limitó a juguetear entre los árboles, gozaba de su recobrada libertad. Luego, de pronto, se percató de la impresión de soledad que le invadía. Entonces se puso a pensar, escuchando aquel silencio del bosque y perturbado por él. El que no se moviera nada absolutamente ni se produjera el menor ruido tenía algo de amenazador. Sintió que le acechaba algún daño invisible y no sabía de dónde procedía. Miraba con recelo los bultos de los árboles que se asomaban allá lejos y sus oscuras sombras, bajo las cuales podía ocultarse toda clase de asechanzas.

Hacía frío. Allí no había, como en la choza, un rincón caliente en el cual acurrucarse para dormir. Sentía la helada bajo sus pies y tenía que levantar alternativamente los delanteros, pues los tenía ateridos. Echó hacia ellos la poblada cola para cubrirlos, y en el mismo momento tuvo una visión repentina. No era extraño: llevaba impresa en la retina toda una serie de recuerdos que constituían otros tantos cuadros. Volvió a ver el campamento, las chozas y el resplandor de la lumbre. Oyó las chillonas voces de las mujeres, las profundas y severas de los hombres y el gruñir de los perros. Tenía hambre y se acordó también de los trozos de carne o de pescado que solían arrojarle. Allí no había nada de eso, nada más que el amenazador silencio, que no alimenta.

Su temporada de cautiverio, al quitarle responsabilidades, le había robado dureza y fuerza. Ya no se acordaba de cómo debía ingeniárselas para satisfacer sus necesidades. En torno suyo bostezaba la noche. Acostumbrados sus sentidos al movimiento y bullicio del campamento, a la continua impresión de ruidos y cambiantes aspectos, no encontraba ahora nada en que emplear su actividad. No había allí nada que hacer, nada que ver u oír, aunque se esforzaba en descubrir algún momento de interrupción en el silencio e inmovilidad de la naturaleza. Su propia inacción lo asustaba tanto como el presentimiento de que algo terrible iba a ocurrir.

El lobato sintió un estremecimiento de espanto. Algo colosal e informe avanzaba por el radio que su vista podía abarcar. Era la sombra de un árbol, proyectada hacia él por la luna, que acababa de aparecer, limpia de nubes.

Tranquilizado, gimoteó débilmente, pero pronto guardó silencio por temor de que sus lamentos pudieran atraer los males que temía.

Al contraerse la madera de un árbol por el frío de la noche, produjo un fuerte chasquido. De él se apoderó el pánico, y echó a correr como un loco hacia el campamento. En él prevaleció el deseo de protección y de humana compañía. Su olfato sentía aún el olor de humo de las chozas; en su oído resonaban con fuerza los ruidos y los gritos de la improvisada aldea. Salió del bosque y penetró en la tierra despejada, en el abierto campo alumbrado por la luna, donde no había sombras ni oscuridad. Pero no vio ya el campamento. Se le había olvidado que la aldea acababa de desaparecer.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora