Cuando Colmillo Blanco desembarcó en San Francisco de California, se quedó estupefacto. Por instinto estaba ya profundamente grabada en él la idea de que el poder iba siempre asociado a la divinidad; pero nunca los hombres blancos le habían parecido dioses tan maravillosos como ahora que andaba por las resbaladizas aceras de la ciudad. Las chozas construidas con leñas, que le eran conocidas, habían sido reemplazadas por enormes edificios; las calles estaban llenas de peligros..., carros, enormes carromatos, automóviles, caballos de tiro que le parecían colosales, monstruosos tranvías eléctricos y vehículos de todas clases que pasaban silbando, rugiendo, rechinando, con amenazadores gritos, parecidos a los de los linces que él había conocido en los bosques septentrionales.
Detrás de aquellas manifestaciones estaba el inmenso poderío del hombre, que lo regía, lo regulaba todo, quedando siempre patente su gran dominio de la materia. Era sencilla mente colosal, estupendo. Colmillo Blanco estaba asombrado. Llegó a apoderarse de él el miedo. En sus tiempos de cachorro había sentido su pequeñez y debilidad al llegar por primera vez desde el bosque a la aldea de Castor Gris, y ahora, en pleno vigor y en plena conciencia de su propia fuerza, volvía a sentirse pequeño, insignificante, débil. ¡Y aquellos dioses eran tantos! Su bullicio llegaba a marearlo; aquel tremendo e interminable correr de todas las cosas lo ensordecía. Entonces sintió como nunca su dependencia del hombre, su sujeción al maestro de amor, al cual seguía, pisándole los talones, sin perderle de vista un momento, fuera lo que fuese lo que ocurriera. Pero aquello para Colmillo Blanco no iba a ser más que una visión pasajera, una especie de pesadilla que luego lo perseguiría en sus sueños como algo terrible y sin existencia real. De pronto, su amo lo metió en un furgón de equipaje y lo ató con una cadena a una esquina del mismo, entre un montón de baúles y maletas.
Un musculoso dios arrojaba los bártulos a uno y otro lado, los arrastraba desde la puerta para formar los montones, o tiraba después con gran estrépito por la misma puerta para que los recogieran otros dioses que los estaban esperando.
Y en tal sitio, en aquel infierno de equipajes, Colmillo Blanco fue abandonado por su amo, o cuando menos, así lo creyó él, hasta que descubrió por el olfato que junto a él se hallaban también los sacos de lona que pertenecían a su dueño, y entonces se dedicó a guardarlos celosamente.
Ya deseaba que viniera usted -gruñó el dios que mandaba en el furgón, cuando una hora más tarde Weedon Scott se presentó en la puerta del mismo-. Ese perro de usted no me deja poner ni un dedo sobre su equipaje.
Colmillo Blanco salió del furgón. Estaba vivamente sorprendido. Aquella ciudad le parecía un aposento más que una casa, y cuando entró allí, la ciudad se extendía a su alrededor. Ahora, durante el intervalo que mediaba entre la entrada y la salida, la ciudad había desaparecido. No sentía ya aquel sordo rugir. Sus oídos estaban tranquilos. Tenían delante el campo, el campo sonriente, chorreando luz, perezoso, en plena quietud. Pero poco tiempo le quedó para maravillarse de aquella transformación. La aceptó como aceptaba todos los hechos, todas las inexplicables manifestaciones de los dioses. Así hacían ellos las cosas.
Había un carruaje esperando. Vio cómo un hombre y una mujer se acercaban a su amo. La mujer le echó a Scott los brazos al cuello..., lo que, sin duda, constituía un acto hostil. Un momento después, Scott se desprendió de aquellos brazos y se colocó al lado de Colmillo Blanco, que estaba hecho una furia, gruñendo amenazadoramente.
-No temas, mamá -decía Scott, mientras tenía cogido al animal y trataba de aplacarlo-. Se ha figurado que ibas a hacerme algún daño y no quería permitirlo. Nada, nada, no temas. Pronto comprenderá y se irá acostumbrando.
-¿Y entretanto se me permitirá querer a mi hijo y demostrárselo solo cuando no esté delante el perro? -dijo ella riendo para disimular el susto que se reflejaba en la palidez de su rostro. La mujer miró a Colmillo Blanco, que respondió a la mirada gruñendo con maligna intención y los pelos erizados.
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Colmillo Blanco
AdventureColmillo Blanco, nos hace penetrar en el misterio de la vida de un animal extraordinario, y está considerado con toda justicia, como una de las novelas clásicas del gran maestro norteamericano. Las aventuras de este cachorro, mestizo de perra y lobo...