V - El indomable

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Es inútil..., no hay que esperar nada –tuvo que confesar Weedon Scott. 

Se sentó en el umbral de su choza y miró de hito al conductor del trineo, que contestó encogiendo los hombros, tan desesperanzado como él. 

Ambos miraron a Colmillo Blanco, que, sujeto por la cadena que él mismo mantenía siempre tirante, gruñía ferozmente, con todo el pelaje erizado, intentando arrojarse sobre los perros del trineo. Después de las duras lecciones de Matt, dadas garrote en mano, estos habían aprendido ya que debían dejar tranquilo al nuevo compañero, y estaban echados a cierta distancia de él, como si se hubieran olvidado hasta de su existencia. 

-No es más que un lobo, y no hay modo posible de domarlo -afirmó Weedon Scott. 

-Según... No estoy muy seguro de eso -objetó Matt-. Es posible que haya en él mucho de perro. Pero hay algo de lo que sí estoy completamente seguro, y de ahí no me saca nadie.

Hizo aquí el hombre una pausa y, mirando hacia el monte -el Moosehide-, como si con él compartiera el secreto, movió afirmativamente la cabeza. 

-Bueno, hombre, no seas tan avaro de palabras -exclamó Scott, después de esperar un rato a que el otro continuara-. A ver si revientas de una vez. ¿Qué es? ¿De qué se trata? 

El conductor del trineo señaló a Colmillo Blanco con un movimiento hacia atrás del pulgar.

-Lobo o perro, para el caso es lo mismo; a este lo han domado ya antes de ahora. 

-¡Que no, hombre!

-Le digo a usted que sí, y que lo han enganchado al tiro. Mire usted aquí; fíjese: ¿ve usted esas señales que le cruzan el pecho? 

-Tienes razón, Matt. Fue perro de trineo antes de que se apoderara de él Smith. 

-Y no hay ningún motivo importante para que no vuelva a serlo ahora. 

-¿Crees tú? -le preguntó anhelosamente Scott. Pero perdida otra vez la incipiente esperanza, añadió moviendo con lentitud la cabeza-: Ha pasado dos semanas con nosotros, y si antes era salvaje, ahora lo es más. 

-Dele usted ocasión de manifestarse tal cual es -le aconsejó Matt-. Suéltelo, para ver qué hace. 

Su interlocutor lo miró con aire incrédulo. 

-Sí -continuó Matt-, ya sé que usted lo intentó, pero sin proveerse de una buena tranca. 

A ver, pruébalo, pues.

Matt cogió un garrote y se dirigió hacia el encadenado animal. Colmillo Blanco fijó los ojos en el palo como un león enjaulado mira al látigo del domador. 

-Fíjese en que no aparta la vista del garrote -observó Matt-. Buena señal. No es tonto. No será tan loco que se atreva a tocarme mientras vea que estoy bien pertrechado. 

A medida que el hombre acercaba la mano a su cuello, el perro gruñía más, se le erizaban los pelos y se agachaba. Pero al mismo tiempo que miraba aquella mano, no perdía de vista el palo que enarbolaba la otra amenazadoramente. Matt desató la cadena del collar y retrocedió unos pasos. 

Parecía que Colmillo Blanco no comprendía que realmente se hallaba libre. Habían transcurrido muchos meses desde el día en que Smith había entrado en posesión de él. Durante todo ese tiempo, no pudo gozar ni de un momento de libertad, excepto cuando se le soltaba para luchar contra otros perros. Pero después volvía inmediatamente a verse aprisionado. 

No supo qué hacer con su libertad. Tal vez los dioses le preparaban una nueva diablura. Comenzó a andar lenta y recelosamente, dispuesto a resistir cualquier ataque. La situación, sin precedentes para él, le parecía embarazosa. Tomó de momento el partido de alejarse de aquellos dos dioses que lo estaban observando, escabulléndose hacia un rincón de la choza. No ocurrió nada nuevo. Era evidente que el animal se sentía perplejo, y volvió junto al sitio que ocupaba antes, se quedó parado a una docena de pasos de distancia y miró fijamente a los dos hombres. 

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora