Capítulo veintisiete

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Berlín-Alemania,

10 de enero del 2015



"Entonces dejemos que la magia empiece".

Los recuerdos de ese día retumbaban en la mente de la joven Charlotte. La muchacha jamás olvidaría aquel momento tan especial que compartió con Gabriel; los besos, las caricias y toda esa clase de gestos apasionados que compartían los amantes o los enamorados — porque ellos lo estaban y mucho — y los cuales formarían parte de su memoria para siempre.

La castaña llevó su mano hacia sus labios, intentando revivir aquel momento en el que ella y el agente se prometieron amor.

— ¿Qué haces? — le preguntó con una mirada acusatoria al sorprender a su hermana menor en una actitud sospechosa. Robin solía ser entrometida y hasta muy molesta.

Charlotte frunció el ceño.

— ¿Es que no hay ni una pizca de educación en ti? — señaló —. Te recuerdo que no debes entrar a la habitación de otra persona, sin antes tocar.

— Eso no fue lo que te pregunté — Ella esbozó una sonrisa poco amigable — ¡En fin! — se acomodó en el diván, frente a su hermana que se encontraba sobre la cama y continuó: —. Iré al grano... ¿Con quién viajaste? Porque con tu no...es decir, que con Stephan no fue.

Ya decía ella que ni Charles, ni Robin habían creído en su vaga explicación. Todo esto le resultaba molesto, ya que ella era una adulta y ya no una niña.

— Sólo espero que no hayas hecho nada de lo que puedas arrepentirte en un futuro, después de todo, tú no eres una joven común y corriente — le lanzó una advertencia a su menor —, eres una Luttenberger, hija de una familia noble que reinó Alemania por más de 200 años...

— Hija de una familia que cayó en desgracia y que ya no es perteneciente a la realeza, te recuerdo — la interrumpió —. Deberías ya saber que desde el momento que se nos despojó del título de altezas reales, dejaste de ser una noble, es decir que no eres nada más que una persona con un apellido poco común en el país y con algo de dinero en el bolsillo. — Robin palideció ante sus palabras e hizo notar claramente su enojo.

— Aun así, sigues siendo Charlotte Marie de Luttenberger, hija del ahora primer ministro de uno de los países más prósperos del mundo, ¿por qué te empeñas en echar todo a perder?

Era increíble que ellas dos fuesen hermanas, pues ambas eran tan diferentes.

— ¿Y tú por qué te empeñas en seguir actuando como una princesa cuando ya no lo eres? — Charlotte le regresó la pregunta con otra, una que se ajustaba perfectamente a la realidad que vivía toda su familia actualmente.

Evidentemente a la orgullosa y pretenciosa Robin no le había agradado la manera en la que la jovencita le estaba hablando.

— Una aristócrata siempre será una aristócrata, sin importar su posición actual.

— Pues yo jamás me consideré una — dijo con desprecio, mientras clavaba su mirada en los ojos fríos y manipuladores de su mayor —, por eso siempre hice lo que hice y es una lástima que tú no puedas hacer ni decir lo mismo, hermana.

— Un plebeyo siempre será un plebeyo. — escupió.

— Sin embargo, uno solo vale mucho más que mil aristócratas. Es algo que no debes olvidar nunca, querida Robin — Friedman gruñó de cólera — ¿Recuerdas a ese plebeyo que te hizo feliz en algún momento y que abandonaste por no saber esperar?

— Guarda silencio. — le ordenó, pero la rebelde hizo caso omiso y continuó.

— Y que cambiaste por un aristócrata que no valía nada.

— Detente, mocosa. — La distinguida dama de cabellos oscuros y ojos azules estaba perdiendo la paciencia. Su voz había adquirido un tono oscuro.

— Arnold no vale ni una sola de tus lágrimas. Ese hombre jamás pudo hacerte feliz en todos estos años de casados, el muy cobarde y petulante huyó y te abandonó cuando supo que no podrías darle un heredero.

— ¡Cállate! — le ordenó.

— Valiente aristócrata el que escogiste y que todavía quieres tener a tu lado — comentó con ironía — ¿Es aquello lo que quieres para mí también? Pues ahorra tu esfuerzo, no lo necesito, tampoco quiero que sigas deseando controlar mi vida. Soluciona la tuya primero, porque yo ya lo hice con la mía.

Robin tomó las palabras de su hermana como un insulto, como si viniese de un enemigo y no de un integrante de su propia familia. Friedman se levantó abruptamente del diván y se acercó a su hermana.

Lo que sucedería a continuación no era nada bueno para ninguna de las dos.

— Vuelve a repetir todo lo que has dicho hasta ahora, teniéndome cerca de ti — sonrió con malicia —, quiero ver si tienes el valor de decírmelo. — Charlotte se asombró ante la actitud que había tomado su hermana. No obstante, no dejó que eso la amilanara.

— Con gusto, lo haré, Robin Luttenberger — le contestó, adoptando una postura de seguridad y soberbia —, volveré a decirte sin problemas todo lo que pienso...

¡Plaf!

La había golpeado, su hermana se había atrevido a golpearla, pero esto no detuvo a la joven rebelde, que estaba más que decidida a enfrentarla.

— Era lo único que te faltaba por hacer — posó su mano sobre la mejilla herida y se puso de pie —. Adelante, no te detengas, si es lo que te hace feliz.

Robin no dijo nada, pero la mirada que tenía sobre su hermana era intensa.

— ¡Vamos! No te reprimas, pero ten en cuenta que todo lo que dije es verdad.

¡Plaf!

La había abofeteado otra vez y muy en el fondo la mayor de los Luttenberger no se arrepentía de haberlo hecho. Por otro lado, Charlotte tenía el rostro de lado, su larga cabellera castaña estaba desordenada y le cubría el rostro. En ningún momento después del segundo golpe propiciado por su propia hermana, la muchacha se giró a verla a los ojos.

— Puedes golpearme todo lo que quieras, pero mi opinión no cambiará.

— ¡Pues espero que seas tan infeliz como yo! — gritó con ira e impotencia y finalmente abandonó la habitación.

Charlotte no le contestó, porque muy en el fondo sabía que su hermana mentía. Ella no sería infeliz al lado del hombre que amaba, porque a diferencia de su aristócrata hermana, ella sí sabía amar. 

El Secreto de la PrincesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora