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¡Perdón por tardar tanto y muchas gracias por la paciencia!


Fue en la madrugada de la sexta noche que compartían cuando Raoul se decidió en trazar las primeras líneas que impregnarían el cuerpo del canario en papel.

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana, pero el insomnio sobrepasaba el evidente cansancio del rubio. Estaban en su casa, sus padres no habían llegado todavía de la ciudad y la oscuridad de la noche era contraatacaba con la tenue luz de la pequeña lámpara de mesa que Raoul utilizaba para leer o dibujar por las noches.

Había abandonado el colchón en el que se cobijaba entre los brazos de un canario desnudo y absorbido por el sueño profundo que le ocupaba esa noche, tan calurosa como la anterior pero contrastada por el ventilador que no paraba de dar vueltas en aquella habitación.

Esa noche, entre perfumes y carcajadas, habían salido a cenar todos juntos, Miriam y Nerea les habían insistido en llevar a cabo, al día siguiente, la sesión de fotos que una noche entre cervezas les habían prometido y que por la falta de rutina en los veranos, sin querer, habían olvidado.

Aitana no le quitó el ojo a la rubia, gesto que no paso desapercibido por Raoul, que llevaba ya unos días fijándose en el pequeño y casi indescifrable interés que tenían la una sobre la otra, y que de alguna forma, le creaba curiosidad y montañas de preguntas, las cuales, para no bombardearlas contra su amiga y poder hacerle sentir incomoda, se las estaba guardando para él.

Llevaba días pensando en si las dos muchachas se gustarían de verdad, y que consecuencias podría tener eso: Vicente, que seguía siendo el novio de Aitana y que todavía insistía en llamarla cada tarde (ya haciéndose un poco pesado, en opinión del rubio); la sociedad, problema por el que él también estaba pasando, junto a la evidente sexualización en la que estaban condenadas las mujeres; y otras mil cuestiones más que atravesaban su cabeza cada vez que las dos chicas intercambiaban miradas y sonrisas.

Y es que no había visto nada más que eso: sonrisas, miradas y conversaciones que no llegaba a escuchar porque las hacían susurrando en la oreja de la otra, y tampoco entendía en que momento se habían hecho tan "amigas". Pero él, como buen pasador de pena, ya se estaba replanteando mil situaciones en las que le podían hacer daño a su amiga de toda la vida, y su nueva amistad con la chiquitita rubia, la cual también esperaba que pudiese ser para siempre.

Era increíble la forma en la que se preocupaba por los demás teniendo él problemas parecidos, pero es que cuando era él mismo el que tenía que afrontar situaciones, le parecían mucho más simples, o no, pero él lo único que quería era que sus amigas fueran felices y verlas mal le rompía el corazón.

Agoney y él, durante esos días habían sido muy valientes.

Salieron un día por el pueblo y no se negaron a coger la mano del otro cuando caminaron por las transitadas calles del lugar. Ni se opusieron al tacto cariñoso que se brindaron el uno al otro, y Raoul no se sintió incomodo cuando en medio de la plaza, sentados en una mesa tomado un café, Agoney le recolocó mil veces el pelo, jugando con los mechones desordenados que se esparcían por su frente, y acabando con un pequeño beso en la nariz.

Poco a poco.

Todo iba poco a poco.

Pero se sintió un poco mejor cuando vio que los susurros que los conocidos desconocidos del pueblo hacían sus espaldas disminuían cada vez más para cambiarlos por el absoluto silencio, que de alguna forma, le hacia sentir más cómodo pero no más seguro.

Se preguntaba con cuantas personas llevaría a cabo al largo de su vida esa pequeña y gran revolución de manos entrelazadas y llenas de amor, porque, si por alguna probabilidad de la vida, si las casualidades realmente existen, no le importaría que el largo camino hacia la libertad fuera acompañado por Agoney, y que sus labios fueran el sabor a revolución que tanto buscaba en los momentos de decepción y derrota.

Verano 1995Donde viven las historias. Descúbrelo ahora