Epílogo

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Mantengo mi mente ocupada con un trabajo de campo. He decidido venir a la que era mi casa, la que compartí junto a mi padre; de alguna manera estar aquí me hace sentirlo cerca, y sentada en la pequeña biblioteca que hizo para mí debajo de las escaleras me hace recordar lo mucho que me enseñó.

Las voces que se han vuelto habituales en mi cabeza permanecen calladas, solo hacen aparición en ciertos momentos.

Unos pasos entre el silencio total que existe en esta casa me hacen levantar la vista de mis apuntes. Estoy en medio de un pequeño bosque alejado del bullicio de la ciudad. Mi mirada se dirige de manera automática a la ventana de cristal que se encuentra descubierta y me percato de una presencia.

Un hombre de mediana edad, con un traje bastante formal y aparentemente costoso está por tocar la puerta.

«Esto es extraño... Esta casa no se ha habitado en años».

Tomo el gas pimienta y mantengo la pequeña cadena de la puerta, al escuchar unos pequeños golpes la entreabro haciendo rechinar la vieja madera, a la vez que le pregunto al hombre qué desea.

—Buenos días, soy un viejo amigo del dueño de esta casa, Edgar Fritz.

La sola mención de ese nombre me hace abrir la puerta sin pensarlo mucho, la curiosidad me ha ganado.

Lo invito a pasar y nos sentamos en la pequeña sala de estar, uno frente al otro.

—El señor Fritz falleció hace más de una década, esta casa es de mi propiedad. ¿Qué lo trae por acá?

—Fui amigo de él durante muchos años, y el padre de él lo fue de mi padre, ha sido una larga cadena. Ambos teníamos... habilidades especiales, por decirlo de alguna forma.

—¿Eso qué quiere decir?

Me he aislado por mucho tiempo, quizá no debería ser tan directa, pero me importa poco, quiero saber.

—Que Edgar tenía una mente muy peculiar, una muy admirable; pero involucró sus sentimientos con la ciencia, cosa que no le fue favorable.

Mi mente intenta procesar sus palabras, todo esto me hace crear múltiples cuestionamientos.

—Él se obsesionó con encontrar la cura de la enfermedad que lo llevó a la muerte mucho antes de padecerla, de hecho, lo más probable es que se haya infectado al investigarla; eso fue algo que le pesó en los hombros hasta el momento de su fallecimiento.

«¿Él sabía lo que tenía? ¿conocía a tal punto la rareza de sus males?».

— ¿Se arrepentía de buscar el avance?

No es algo que se vincule fácilmente con la nobleza de mi papá, pero no puedo evitar expresar mi duda.

—No, se arrepentía de dejar a su pequeña sin padre.

Siento como el corazón se me encoge, a pesar de encajar en mi mente la respuesta de mi próxima pregunta deseo confirmarlo.

—¿Esto ocurrió antes de nacer su hija?

El hombre asiente despacio sin despegar su mirada de la mía.

—Edgar me informó algo antes de partir de este mundo.

—¿Qué cosa?

Tengo que indagar, mi curiosidad es vívida y en ente momento parece insaciable ante la poca e inesperada información.

El hombre se mueve de un lado a otro en el asiento del sofá, por el pequeño golpeteo de sus dedos deduzco que está nervioso. Mi visión capta una fina capa de sudor en su frente confirmando mi deducción, algo importante tiene que decir.

—Su hija, Igna, había demostrado un intelecto superior, incluso al nuestro. Descubrió que su genética podía heredar el coeficiente intelectual, y si se estimulaba correctamente podría convertirse en una mente brillante, solo que ella... —Suspira—, ella poseía mucho más de lo esperado, su mente desafiaba a la de él, a la mía... a la de todos nosotros.

«¿Todos? ¿Que quiere decir con eso?».

Trago saliva y un repentino silencio se instala entre nosotros.

«Hazlo, pregunta», una voz suave me motiva a salir de mi trance.

—Ahora vienen mis cuestionamientos —Mi voz es firme, mi mirada también—. ¿Por qué ha venido si ha admitido que conocía de su muerte? ¿por qué me ha contado esto a mí? ¿y como ha sabido que alguien se encontraba en esta casa?

El hombre sonríe vagamente, ¿a caso algo de la situación le divierte?

—Porque esta casa fue heredada a su hija, una que se parece a la bella esposa de Edgar y una a la cual no le he perdido el rastro. Tu madre no me permitía acercarme, pero eres independiente y hoy es tu cumpleaños número veinte —Me tiende un pequeño sobre que guardaba en el bolsillo interior de su saco—. Esto es para ti, pequeña Igny.

El apodo me hace sentir un escalofrío que eriza mi piel. Recibo el sobre sin dejar de mirarlo.

La caligrafía la conozco demasiado bien, guardo el sobre entre las páginas de mi cuaderno y me pongo de pie al mismo tiempo que el hombre, quien se dispone a marcharse.

Lo acompaño a la puerta y se despide con gran cordialidad.

Regreso a mi pequeña biblioteca y saco el sobre de entre las páginas. Acaricio el viejo papel con nostalgia, la caligrafía de mi padre tiene escrito mi nombre.

Abro el sobre lentamente y al ver su contenido no puedo evitar que mis ojos se cristalicen, prometí que jamás lloraría, solo él puede hacerme romper esa promesa.

La sorpresa es grande al leer durante unos pocos segundos esas líneas, sobre todo aquellas que titulan: genética prometedora.

«Trece años, once meses y veintinueve días. Eso hace de tu muerte, papá. ¿Y aún buscas enseñarme?»

Igna Fritz | El sueño de una genioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora