Amores dormidos | Hansy

13

Las investigaciones no llevaban a ningún lado, y eso que había puesto a dos de mis aurores de más confianza también en la búsqueda de mi esposa, bajo un hechizo de confiabilidad. Y yo no sabía cómo no había perdido ya la cordura, como es que no me había vuelto loco o no había terminado ya en una habitación restringida en San Mungo. O como es que no era un alcohólico ya. Bueno, eso era gracias a Hermione, quien me había encontrado un sábado en la mañana a más no poder de ebrio, tirado cerca de la chimenea con una botella en la mano.

—¡Merlín, Harry! —escuché gritar desde el suelo y luego sentí pequeñas manos intentando darme la vuelta, pues tenía la cara pegada al suelo.

Entrecerré los ojos intentando ver su rostro, pero sólo podía observar una mata de cabello alborotado y escuchar una vocecilla que para mí sonaba estridente. Manoteé un poco para que me soltara, y ella lo hizo. Miré la borrosa forma que era su figura levantarse y luego caminar hacia una de las ventanas, abriendo la polvorienta cortina, levantado una nube de polvo que casi cae sobre mis ojos, si es que no me lo hubiera tapado a tiempo para no ver la luz.

Sentí mi cabeza punzar y me levanté poco a poco, quedando sentado en el suelo. Me restregué los ojos con una mano y luego miré mi mano izquierda, y en ella reposaba una botella de cristal trasparente, donde lo más seguro fuera ron lo que tuviera adentro. Me llevé la botella a la boca y empecé a beber. Pues si no lo hacía, el dolor treparía desde mi estómago hasta mi garganta y ya estaba harto de llorar.

—¡Harry, no! —gritó nuevamente Hermione, acercándose y se esforzó mucho para quitarme la botella, aunque solo la solté porque ya no había nada de ella.

Escuché la botella rebotar en el suelo y me llevé ambas manos a la cabeza, pues el sonido parecía que alguien había empezado a martillar dentro de mi cabeza.

—Harry, no puedes seguir así —escuché decir a Hermione.

No hice caso a sus palabras y me levanté, tanteando algo para sostenerme y encontré rápidamente una pequeña mesita con una lampara, que desde hace mucho no se encendía. Era mejor estar oscuras durante mis noches de borrachera, así podía fingir no ver mi propia miseria y abandono.

Sabía que estaba mal, desde que ella se había ido lo sabía, y a pesar de que no cesaba en mi búsqueda, el dolor no menguaba ni siquiera un poco. Estaba tan harto de todo y de todos, cansado de muchas cosas, principalmente de su ausencia. Ella me estaba haciendo tanto daño, más de lo que hicieron sus insultos en el colegio, recordándome a mis padres muertos, más que cuando discutíamos y dejaba de hablarme por días y me prohibía tocarla o besarla. Más que cuando, después de nuestra cuarta cita, donde era claro que sólo salíamos para tener sexo al final, la vi besando a un tipo enclenque en un pub en el centro de Londres.

No éramos nada, pero ahí comprendí que la quería solo para mí y que verla con otro me ardió en el pecho, mucho más que el primer tequila que pedí en la barra, donde pasé sentado la mayoría de la noche mirándola hablar, sin prestar atención a nada más, y la veía tontear con ese otro tipo, como si él fuera su sueño dorado de esa noche.

No teníamos ningún pacto de fidelidad o compromiso con el otro, pero al ver que ella estaba a punto de salir del bar con aquel tipo guiándola a la salida, sin darse cuenta de que yo estaba ahí, no lo resistí. Simplemente pude acercarme a su espalda sin que se diera cuenta, la tomé de la cintura, jalándola a mi pecho para que se soltara de ese tipo que sujetaba su mano, y me aparecí con ella en su departamento, donde no le permití hablar, reclamar, ni hacer uso de su boca si no era para besarme de vuelta. Yo tampoco dije nada, simplemente continué besándola hasta que sus manos dejaron de intentar alejarme a base de golpes y empezaron a acariciarme, intentando quitar con rabia mi ropa, mientras sus labios se movían con frenesí contra mi boca.