CAPÍTULO XVI - Hipnotizante.

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Creo que oí mal...

—Me llevaría a Libra y tendrías tu espacio —agrega.

Oh, no, has oído a la perfección, pienso, derribando la hipótesis de que estaba alucinando. 

Revuelvo mi espresso con la misma fluidez que un robot, es decir, ninguna. No trates de interpretarlo, no trates de interpretarlo, me pido a mí mismo, consciente de que, por el momento, entender su comportamiento se me ha dado fatal.

—¿Y por qué accedería a semejante cosa? —inquiero, asfixiando con rabia la pequeña cuchara entre mis dedos. Trato, pero la idea de que tanto le moleste convivir conmigo me saca de quicio, y me detesto por sentir precisamente eso. Tendría que importarme muy poco; es más, tendría que estar saltando de la felicidad ante una propuesta como esta.

— No voy a escaparme, si eso es lo que piensas. No podría hacerlo con esto —dice, indicando el código de barras incrustado en su muñeca al extender su antebrazo sobre la superficie de granito—. Sé que me encontrarían de inmediato, no soy estúpida.

Mis ojos se clavan en los trazos.

Se me dificulta escapar de ellos. Ocupan algo más de un tercio del ancho de su muñeca, y existen tantos vasos sanguíneos y huesos delicados en esa área que es imposible no preguntarme si eso no dolió. La vez que lo sugerí, ella lo negó. Mas no sé si fue por miedo. En realidad, no sé nada de ella; conozco la concatenación de hechos que la guiaron a terminar aquí, pero nada más.

Poco consciente de lo que hago, atrapo el código grabado en su piel antes de que retire su antebrazo de la vista.

Ni se te ocurra, me ordeno a mí mismo, cuando el impulso de decir la frase que ronda mi mente se atora en mi garganta. En este momento, me tomaría por un psicópata y malinterpretaría todo, así como yo lo he hecho con ella. Sin embargo, ¿qué otra excusa poseo para explicar por qué sostengo sus dedos entre los míos?

Al mirarle a los ojos, pocas son las palabras que soy capaz de pronunciar.

—Esto... —Con mi barbilla indico el código de barras—.¿Te dolió? —Sí, lo insinué antes, pero me he quedados sin cartas.

Tal y como había sucedido en el vehículo de camino a A-City, ella contempla los trazos en silencio y niega con su cabeza. Mis dientes se aprietan, porque Sylvia me había descrito una vez la sensación al compararlo con alguien que deposita una lupa sobre tu piel bajo los rayos de sol, como cuando queman hormigas con eso. Puede que el método usado ahora sea distinto, o puede que ella no quiera sincerarse, no lo sé.

—Está bien —añade para mi sorpresa—. No dolió.

Si eso es una verdad entonces yo soy más válido que las leyes de Newton, protesto en mi mente, cuando esa sonrisa lastimosa no me convence. Supongo que es lo que me he ganado, pero... también supongo que así como me gané su miedo podré ganarme su confianza:

—Si llega a molestar, avísame —murmuro, tratando de respirar con calma conforme acaricio las yemas de sus dedos. ¿Desde cuándo tocar la punta de los dedos de una persona te acelera el puso?—. Hay quienes desarrollan alergia, ¿comprendes?

Ella asiente, y entonces rompo el contacto porque siento que se está tornando adictivo y que pronto desearé tener no sólo la punta de sus dedos sino que toda su mano en la mía.

Me arrepiento. ¿Para qué mentir? Tocarla es tan nocivo como el haber asistido a la subasta. Intento pensar en otra cosa, repasar el caso del Parlamento en mi mente, pero la chica me dirige la palabra y eso pasa a acaparar toda mi atención:

—No tienes por qué contestarme, pero, ¿cómo es que sabes tanto acerca de Proguers?

No le busques el doble sentido, me vuelvo a ordenar, antes de creer en la estúpida idea de que se encuentra celosa ante la posibilidad de que haya tenido a otros Proguers. Regreso la mirada a mi café, el cual se enfriará si no lo bebo.

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