CAPÍTULO XXXVII - Orgullo

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— ¡Ya llegué!—anuncio apenas cruzo la puerta principal, la cual cierro con mi pie porque tengo mis brazos repletos de bolsas—. ¡¿Paix?!

Cruzo la puerta doble hoja de la biblioteca y me instalo allí, listo para desembolsar mis comprar del día de hoy. ¿Quién lo diría? La tienda de mascotas del centro comercial tenía camas más decentes que ese almohadón que Libra usa (así como un montón de juguetes, es decir, ¡es como una juguetería canina!). Incluso encontré raciones específicas para su raza, cosa que no hay disponible en supermercados.

Mis ojos se percatan de la silueta de Libra, enrollada en ese almohadón que enseguida arrojaremos a la basura.

—Ya se terminó la tortura, descuida —le digo, aunque está demasiado dormida. La medicación, supongo.

Continúo colocando sus nuevos juguetes en el sofá para que no junten mugre en el piso cuando oigo la voz de Paix, entrando en la sala:

—¿Qué hiciste? —balbucea.

Alzo mi mirada y me encuentro con sus ojos rozando el desconcierto, viendo a sus alrededores, a lo que hay en las bolsas, propiamente dicho.

Yo termino de sacar el pollo chillón de hule antes de dirigirme a ella.

—Son cosas para Libra. ¿No te gustan?

Paix no contesta. 

Enmudecida, se aproxima a mí sin dejar de observar los juguetes coloridos que han sido aprobados por la OBA, que según el propietario de la tienda, es una organización que vela por el bienestar de los animales aquí, en A-City. Que los artículos comprados estén avalados por ellos indica que Libra no corre peligro de cortarse, intoxicarse con algún material o atragantarse con piezas peligrosas.

Lo sé, estoy convirtiéndome en todo un experto en canes.

Sin embargo, la reacción de Paix es un poco diferente a lo que me imaginaba, debo admitir. Creía que ella estaría súper feliz de saber que Libra no tendría que dormir en el suelo; inclusive llegué a pensar que, de tanta alegría, saltaría en mi dirección como lo hizo el primer día (cuando dejé que Libra subiera al auto), enredaría deliciosamente sus brazos en mi cuello, yo rodearía su cintura... y no fingiría ser una piedra como sí lo hice aquella vez. 

No obstante, no luce muy emocionada. 

Aunque... Puede que no se haya dado cuenta, razono, puesto que yo tampoco distinguí la cama canina estando en la tienda.

—Mira —señalo entonces, dejando en alto un enorme almohadón que pesa demasiado para tratarse de relleno de plumas—. Esto, supuestamente, es una cama canina—digo. Paix eleva las comisuras de sus labios pero no sonríe. La sonrisa es triste, no llega a sus ojos. Algo nervioso, temiendo a que esté haciendo el ridículo, continúo parloteando—. El vendedor me dijo que lo era, pero a mí nadie me quieta la idea de que es un gran almohadón y me timaron —digo ensimismado, dejando la segunda cama que compré fuera de su bolsa; una es para su cuarto y la otra para estar aquí (supongo que a la mole glotona le agradará quedarse en la biblioteca frente a la estufa en invierno mientras roe sus alas de pollo)—. Así podrá dormir aquí abajo.

Quito lo que resta en la última bolsa (pasta dental canina, un abrigo para cuando llegue diciembre y una correa en caso de que Paix se digne a salir de la casa a algún sitio que no sea el supermercado de A-City). 

Para cuando regreso la vista, Paix ya no me ve a mí; sus ojos se han postrado en la imagen de Libra dormida en el rincón formado por el sofá y la pared.

Mi mandíbula se tensa porque reprimo las ganas de decirle que ya no tendrá que verla sufrir nunca más. Es una promesa. Juro que, si me hubiera dado cuenta de su estado antes, habría hecho todo mucho mejor; sé que estamos en verano, que ella posee grasa y pelaje que la protege del frío pero... la idea de que tanto ella como Paix pasen alguna clase de necesidad estando aquí...

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