CAPÍTULO LVII - Muertos

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—¡Es un insulto! —protesta Gale, al tiempo que azota la puerta tras él—. ¡Exijo una explicación! ¡Boyles, ¿qué rayos está ocurriendo?! —expresa al borde del ataque, ya con su frente perlada por el sudor.

Nuestro diplomático encargado de la embajada y relaciones internacionales, sobresaltado por el estruendo de la puerta, apaga el cigarrillo que fumaba sentado en un sillón. 

Si me guío por su expresión, tampoco parece comprender la situación.

Es que, nadie lo había visto venir.

Reunidos en uno de los lujosos salones de té dentro del Congreso del Área 1, nuestro grupo se debate cómo es posible que, de la nada, las áreas Orientales hayan quebrado ese pacto jurado que habían realizado semanas atrás.

Eso ha dado vuelta la votación. Eso, nos ha hecho fracasar, manteniéndonos encadenados al viejo sistema, rogando para que las noticias sobre la reunión de hoy se tarden lo más posible en llegara Marte. Sin embargo, sabemos que es cuestión de tiempo para que eso suceda.

¿Ves?, reprocho en mi mente. ¿Cómo sobreviviría Paix si el líder mandase a cortar tu cabeza?, pienso. Es la verdad; en este momento, no podría sentirme más aliviado respecto a la decisión tomada. En este momento, soy hombre muerto; si no se llega a un acuerdo en menos tiempo del que le tome a nuestro líder enterarse de nuestra propuesta para derrocarle, todos en este salón estaremos en graves problemas.

Creo que por eso mi padre reajusta su corbata y evita las discusiones:

—No importa tanto el qué sino el cómo —enfatiza, consiguiendo captar la atención de todos nosotros. Como nadie añade nada, prosigue—. El qué ha ocurrido es fácil de explicar: varias Áreas han optado por dar marcha atrás por miedo. Lo que debería preocuparnos es cómo fueron extorsionadas, porque no pienso creerme el cuento de que "repentinamente" cambiaron de parecer. No cuando hemos atestiguado varios congresistas suspirar del alivio después de la alianza de Oriente.

—Es cierto —dice Marks. Todos le quedamos viendo en silencio. El astrofísico mira nerviosamente antes de continuar—. Yo mismo he visto cómo asesores del Área 58 intercambiaban palabras con autoridades de las áreas de Oriente. Si bien el Área 57 decidió no asistir, puede que haya enviado a su aliado más leal a hacer el trabajo sucio, ¿no les parece? ¿Y si esas palabras que intercambiaban eran, en realidad, amenazas?

El silencio se hace con el salón.

La mirada más intensa es la que mi padre le da a Gale.

—¿No es el voto bajo coerción... un crimen? —insinúa.

Gale se mantiene pensativo unos segundos, prolongando la agonía que todos sentimos al querer saber qué piensan estos dos.

—No lo es aquí, en el Área 1, pero...

—Pero esto no es al Área 1 —interviene mi padre.

—Es el Consejo de Áreas —añade Vaughan, quien parece haber captado la idea al igual que todos nosotros.

Cuando una asamblea se lleva a cabo en el Consejo de Áreas, las leyes del lugar donde se realice no son las que lo rigen, sino que son las propias leyes del Consejo las que dictan el proceder, y, el voto bajo coerción no es una de ellas.

—¿Serían tan descarados como para romper el protocolo? —cuestiona Gale.

—Si son tan descarados como para enviarnos una bomba, no sé por qué te sorprende —suelta Vaughan, quien toma asiento y reposa sus codos sobre las rodillas. Sus ojos van de un lado a otro, pensante.

Casi todos permanecemos así por un lapso, perdidos en nuestras propias mentes.

—¿Y si encontramos evidencia? —sugiero cuando la mudez me agobia. Miro a mi padre—. En caso de hallar evidencia que demuestre que ciertas áreas han sido amenazadas, ¿no se anularía el resultado de hoy?

—No es tan sencillo —contesta Gale. Noto el pesar en su expresión, como si cada palabra doliese—. Es posible, sí, apelar al rompimiento de los protocolos. Sin embargo, esto debe hacerse frente a un tribunal demasiado severo que no se conforma con nimiedades de pruebas ni otorga segundas oportunidades.

—Pero puede hacerse, ¿cierto? —insisto.

Lo admito: lo menos que quiero en este momento es que el líder nos envíe a sus matones. Hice una promesa. Le prometí a Paix que regresaría. Puede que tarde un año entero en recuperarme, pero no pienso faltar a mi palabra. Regresaré por ella... sin importar cuánto me aterra la posibilidad de que me haya olvidado en caso de demorarme demasiado.

Miro a todos en el salón casi que suplicándoles una respuesta.

—No podemos dejar que se salgan con la suya —afirmo, pero nadie dice nada. Entonces extiendo mi brazo e indico a Marks—. ¡Él mismo lo ha visto, debe haber más testigos! O diplomáticos de las áreas amenazadas dispuestos a testificar, ¡vamos! ¡No he acabado en una puta silla de ruedas en vano, maldita sea!

—Àmirov. —Mi padre llama mi atención.

Es un pedido de alto al fuego, lo sé. No obstante, ¿no sería mejor pedirle un alto al fuego a un sistema que no ha hecho nada por la humanidad? Mi egoísmo es un grano de arena frente a este inerte desierto.

Frente a mí, el resto evade la mirada.

Los observo, anonadado. Quienes lucían como la flama de una futura revolución, ahora están... apagados. El fervor de un mundo mejor se ha... ¿extinguido?

Contemplo el suelo, incapaz de creer que sea el final de tan largo camino. Lo hemos sacrificado todo para llegar hasta aquí: dinero, mentiras, quebrantar la ley establecida, tiempo con nuestras familias, salud... Incluso nuestras vidas han estado en riesgo.

Mis pensamientos corren despavoridos hasta llegar al recuerdo de Paix. Una Paix bajo el reflector de un estrado, con un puñado de personas poniéndole un precio a su vida; recuerdo la desesperación en sus ojos cuando casi le quito a Libra, el miedo cuando me creyó un monstruo la primer noche, el temor retorciendo sus dedos en mi camiseta cuando Ares le faltó el respeto...

Es inhumano, pienso, reflexionando cerca de lo que no hemos podido derogar hoy.

No quiero más imágenes como esa.

Lo único que anhelo son esos momentos en los cuales sus ojos parecían brillar; aquellos destellos de alegría que resguardo con cuidado para no perderlos, los recuerdos de lo que me aguarda en un futuro en caso de conseguir cambiar el presente.

Eso, disuelve la opción de resignarme.

Mediante un brusco suspiro, guío mis brazos a la silla de rueda para emprender mi camino hacia la puerta.

—¿Qué es lo que haces? —oigo que murmura mi padre.

—Lo siento, pero no pienso observar la moqueta del salón hasta que la guardia personal de nuestro "líder" llegue con el fin de fusilarme —me excuso—. Es demasiado horrenda como para ser lo último que vea. Debe de haber alguien allí afuera dispuesto a cooperar, o con información que se pueda comprar con una fortuna.

—P-pero —Boyles tartamudea. No se oye muy feliz con la idea—, demandarían una cantidad exorbitante de oro. Incluso podrían exigir alguna clase de cargo político en caso de restaurar el sistema. Ya hemos gastado inmensas sumas de onzas en el viaje, Àmirov.

—Ya estamos muertos —les recuerdo, cruzando el umbral que da a un pasillo previo a la sala de votación—, no sé qué tanto más podríamos perder.

 No alcanzo a escuchar las protestas porque la puerta se cierra detrás de mí.

2036Donde viven las historias. Descúbrelo ahora