CAPÍTULO 7

726 125 48
                                    

Era de noche, una fría y obscura noche. Sin luna. Sin luz. Sin nadie a quien llamar. Sin compañía. Solo. 

Siempre había estado solo en noches como estas. Miré al techo, luego la ventana y otra vez el techo. Escuchaba mi respiración lenta, pausada. Mi mente estaba en blanco. Desde hacía muchas noches no había podido dormir pues, de alguna forma me sentía inquieto. 

A mi padre nunca lo veía, no como antes, ya que estos días había estado llegando más tarde de lo normal. Mi madre se enojaba, obvio, pero no decía nada.   Nunca decía nada.

En ese entonces, pareciera que la mera existencia de mi padre fuera como una pintura. Obviamente estaba ahí, pero no lo podía tocar. No me escuchaba, no me notaba. Levanté con cuidado mi mano con dirección a la ventana,  intentando tocar el cielo nocturno. Imagino entonces que las luces de la cuidad son como estrellas diminutas y sonreí triste.

Las luces, mis estrellas pequeñas,eran las únicas que me escuchan cuando tenía miedo, eran quienes escuchaban cuando lloraba entre la oscuridad de las cuatro paredes de mi habitación. No me juzgaban, no me reclamaban.

Eran, y siguen siendo, mi motivo por lo que cada mañana abría los ojos; siempre esperando a la noche para verlas.

Para verlas y, por lo menos por un instante, sentirme completo.

Una serie de cartas brevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora