xv. relámpagos en la piel

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Marzo 2006

Unas suaves manos acariciaban la superficie de un papel ya bañado en la creatividad de su niñez. Con ojos dulces, admiró su último dibujo en el más puro silencio, existiendo más en su escondite del ático que en otro lugar de la casa o del mundo. Sus delicadas y pequeñas manos arrugaron el dibujo contra su pecho y de sus labios se escurrió un suspiro, oyendo desde la lejanía una risas de niños y juegos que nunca compartiría. Decidió entonces ponerse de pie y caminar hacia el ventanal circular, asomándose despacito por las cortinas para contemplar, en el enorme campo tras su casa, una cabellera rubia y otra negra correr de lado a lado, divirtiéndose entre las miles de flores que empezaban a renacer con una alegría que él deseaba tener.

El niño que jugaba con su hermanastra siempre llegaba a su casa con una sonrisa, destilando de sus ropas un perfume inocente y gentil. A él no le cabía la inconmensurable vergüenza que le daba el conocer a gente nueva, así que, inhibido y oculto tras el ático, jamás se atrevió a mostrarse delante de aquel jovencito de once años. No sabía por qué, pero amaba ver cómo la sonrisa de la rubia se hacía incluso más brillante estando con aquel niño. Tal vez, pensó, un amor puro y angelical había nacido entre ellos, enlazado en la amistad que se acrecentaba a cada segundo.

Quiso pintar en un cuadro la inocencia que allí abajo, en el campo de margaritas, se dibujaba con cierta gloria. Observó al niño a través de la ventana y se lamentó el no poder conocerlo, o no poder jugar con su hermana que siempre le insistía en bajar junto a ella para divertirse. Sabía que no era un niño normal. Sus cabellos se lo recordaban cada vez que pasaba frente a un espejo. Sin embargo, él a veces tenía la esperanza de que las sensaciones de su alma ya quebrada pudiesen ser ignoradas cuando jugase, a pesar de tener miedo de intentarlo. Pero sus sueños de ser un niño común y feliz se apagaron cuando escuchó golpes en la entrada del ático, y escondió con torpeza sus dibujos desperdigados en el suelo, suspirando al oír la voz de su madre decir:

—¡YoonGi! Vístete, debemos ir a la casa de la abuela.

El niño frunció el ceño y se apretó las manos, sintiendo que su pecho se estrujaba, a pesar de asentir y comenzar a buscar su ropa para salir y su gorro para ocultar sus cabellos. Mientras se colocaba las prendas, también escuchó a su madre llamar a su hermanastra y luego unas risotadas allá afuera en los campos, ahogándose en su propia envidia de vivir.

Cuando guardó todo en su lugar, YoonGi bajó por la pequeña puerta del suelo del ático y trabó la entrada de modo que ni su madre ni su padrastro se atrevieran a meterse allí en su ausencia. Odiaba salir de su lugar de calma, de protección y creatividad. Desde allí en lo alto podía ver el mundo desplazarse como quería, entre sueños de estrellas, y no como los ojos de los adultos cuando siempre bajaba al mundo real; ojos fríos, apagados y amargos. No obstante, siempre era obligado a ver la vida de manera cruda, a pesar de ser un niño de ahora ocho años que lo único que quería era dibujar y aprender a tocar el arpa que su padre le había dejado antes de que su madre lo echara de la casa.

Con pasos cortos y silenciosos, YoonGi bajó las escaleras a la primera planta y se acercó sin abrir la boca hasta su madre, indicando que, con su presencia, ya estaba listo para irse.

—¿Qué haces aún aquí? Tienes que ir al coche, YoonGi —declaró su madre apurada, recogiendo cosas en su bolso y luego acercándose a su primogénito para acomodar el gorro sobre su cabeza—. Tu abuela quiere felicitarte por tus ocho añitos. ¿Qué crees que vaya a regalarte, corazón?

YoonGi quiso decir que ella no era su abuela real, que su abuela de sangre había fallecido hacía mucho tiempo y la extrañaba porque solía darle chocolate con maní y lo trataba muy bien. Adoraba el sentimiento del cuidado real, como el que su abuelita Nina le entregaba. El cuidado de su madre... no era exactamente afectuoso. No obstante, no le molestaba ni causaba disgusto en él, pero a veces YoonGi sólo deseaba un pequeño abrazo y un beso en la mejilla, un "todo estará bien, cielo" mientras sus cabellos eran acariciados. Su mamá nunca le daba esa especie de cariños.

Allergic to the arctic (CANCELADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora