Lloré.
Grité.
Maldije.
Sollocé.
Me derrumbé.
Y quedé tan devastada, que decidí dormir.
Al despertar, me di cuenta que el mundo seguía siendo el mundo y yo seguía con las mejillas empapadas.
La vida continúa, y va a continuar por siempre.
Ojalá la mía no continuara.
Envié algunos mensajes con respuestas vacías, con risas fingidas y con los dedos húmedos escribí algunos "todo bien".
Todo bien, o todo mal, ¿qué es bien? ¿Por qué todo el tiempo debo estar mal?
Siempre me han dictado que llorar demasiado es malo, que encerrarme es malo, que vivir es bueno; pero me enseñaron la vida que debía vivir, me dictaron que si no lo hacía entonces no sería feliz, y me obligaron a rechazar el único sentimiento que he conocido toda la vida; mi querida tristeza.
Mi hermana, mi compañera.
Aquella madre que me ha arrullado cada noche, y aquella que me impide levantarme por las mañanas.
Esa que por las tardes se burla de la felicidad errónea que se vive en la sociedad, esa que creen que les pertenece pero que en realidad aceptan porque no conocen otra opción, porque se rechazan a sí mismos y esa falsa emoción les hace sentir que pertenecen a alguien, a un dueño que nadie ha conocido y que nadie se atreve a desafiar.
Y cuando lo hacemos, somos condenados a ser raros, a ser vistos con lástima y a ser rechazados.
Nos obligan a creer que nuestros instintos son malos, nos dictaminan qué debemos sentir y cuándo, cuánto tenemos que vivir y cómo, y no puedes mandarlos al infierno, porque ellos lo han traído y construido en este mundo, lo disfrazaron como una sociedad "bien hecha", como la "clave del éxito".
Pero ya no más.
Toqué el cielo, y no es como me lo platicaron.
Es más oscuro, es más solo, es vacío. Y es mío.
Le doy la bienvenida a la pena que he negado tantos años, aquella a la que he apartado de mí, pero que siempre continuaba paralela conmigo.
Hoy te glorifico, porque eres el único sentimiento verdadero que he experimentado, en una vida llena de mentiras.