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Una de las cosas que más odiaba eran los viajes largos. Aunque el tren no era demasiado incómodo, irse de viaje con una hermana mayor demasiado hundida en la adolescencia que parecía que jamás tendría fin, era insufrible para mis padres y para mí. Por muchas veces que mi hermana había suplicado poder quedarse en casa, mis padres la obligaron a venir de todas formas, cosa que yo no entendía, lo que hacía que su comportamiento ya insoportable de naturaleza, lo fuera aún más sólo para molestar a mis padres y, por lo visto, a mí también.

La relación que tenía con mi abuela paterna no era ni la mitad de cercana como la que tenía con la materna, por lo que estar en su casa un fin de semana era algo que me incomodaba un poco. Y a Emma muchísimo más que a mí. El único que parecía emocionado con los hechos era mi padre, y sólo por el hecho de que hacía por lo menos dos años que no iba a visitar a su madre.

La llegada fue normal, tranquila y justo como me la había imaginado; llegada al pueblo, búsqueda intensiva y fallida de la casa, llamada a la abuela para pedir indicaciones y encontrarla a la segunda llamada. Un beso, mirar la casa con fingido interés, llegar a la habitación, dejar las maletas y sentarse al lado de mis padres fingiendo estar escuchando la conversación.

Su cumpleaños no era hasta el domingo, así que los regalos, —algo que quitaba tiempo y ocupaba el suficiente espacio como para hacerse con nuevos temas de conversación— no se daban hasta el día siguiente, por desgracia.

Emma estaba encerrada en nuestra habitación, como siempre. Yo tenía que pretender estar interesada y hacer de la hermana responsable y buena de la familia, algo que de alguna forma ya era así. Pero tenía que mantener esa fachada que había levantado durante los años.

Aunque hubo un momento en el que la puerta de la habitación se abrió y unos pasos apresurados corrían hasta bajar las escaleras, y una emocionada Emma se presentó después de hora y media de habladurías sobre el cambio climático y lo corruptos que eran los políticos en todos lados.

—¿Puedo salir esta noche? —pidió sin más demora.

Mi madre soltó una carcajada, y mi padre se vio obligado a tomar riendas.

—¿Estás loca?

—Bueno, ¿puedo?

—Por supuesto que no.

Dio una patada al suelo y yo di un sorbo al té que la abuela me había preparado. Estaba frío y agrio pero, como ya dije, tenía que mantener mi reputación.

—¿Por qué no?

—Tan fácil como que no vas a salir de fiesta en un pueblo que no conoces de nada, con personas que no conoces de nada y en sitios que no conoces de nada. Ni hablar.

—Esto no es ni la mitad de grande que nuestro barrio y allí no tienes problema. No tiene sentido, papá.

—¿Te lo repito? Mamá, ayúdame en esto.

La abuela levantó la mirada desprevenida y miró a Emma.

—Es tu hija, no la mía. La tienes que educar tú.

—¿Ves? La abuela me deja, ¿a que sí?

Sólo levantó las manos e hizo como si se mostrara neutral.

Mi madre ya se había marchado a la cocina.

—Emma, mantengo mi postura. Además, ¿qué hay aquí? Apenas hay un bar.

—No tienes ni idea —reprochó Emma suficientemente alto como para escucharlo.

—Un no es un no, y punto.

Same Mistakes |h.s| Wattys 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora