09

82 11 1
                                    

Ethan me miraba como si fuera un soduku muy difícil de resolver.

Yo suspiré y me tapé la cara con las manos para que se ahogara el grito de frustración.

Estábamos en el parque de skate al que iba Ethan con frecuencia, y por lo tanto yo también. Hacía sol, pero como estábamos en Londres tampoco hacía demasiado calor de todas formas. Aún así, Ethan llevaba una camiseta de tirantes y su gorra puesta hacia atrás.

¿Te he hablado del físico de mi mejor amigo? Seguramente que sí, pero te aseguro que no lo suficiente.

Era el chico más guapo que había y he visto en mi vida, te lo juro. Era un maldito inglés con la piel aceitunada y los ojos más verdes que había visto nunca. Además que por mucho que tuviera malditos dieciséis años medía como 1'80 y a pesar de que lo único que hacia de deporte era andar en bicicleta tenía los brazos marcados de músculos. La verdad es que él le daba como unas ochocientas vueltas a Dan tanto en físico como en todo, porque era una verdadera obra de arte. Era una pena que sus padres fueran tan desgraciados, porque habían creado algo que todavía sigo sin creerme.

Ahí estaba, sentado frente mía en esa rampa que no usaba nadie, con las piernas cruzadas jugando con sus pulseras. Hasta el moretón que tenía en la mejilla le quedaba bien.

—Es que eres tonta —me decía sin mirarme, demasiado concentrado en lo que fuera que estaba haciendo.

—Ya lo sé.

—Te lo tendrías que haber tirado.

Le pegué en la rodilla. Levantó la mirada junto con las palmas de las manos mientras me pedía explicaciones con los ojos esbozando una pequeña sonrisa.

—¿Qué?

—Qué mal —me lamenté de nuevo.

—Es que eres tonta —repitió, soltando una pequeña carcajada.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Me aclaré la garganta.

—¿Qué tal está todo en tu casa? —le pregunté mientras me metía un cacho de regaliz en la boca.

Se encogió de hombros y dejó de mirarme a los ojos.

Siempre era un tema que tocábamos poco, y única y exclusivamente si estábamos solos. Sólo lo hacía sabiendo que si no le sacaba las palabras a la fuerza, no iba a tener con quién desahogarse. Era consciente que no era algo de lo que le gustase hablar, y a mí tampoco me hacía especial gracia, aunque eran cosas que tenía que hacer.

—Ayer no llegó a casa —dijo.

Se le veía en los ojos que le costaba a horrores abrirse conmigo por todo aquello que tienen los tíos, con su constante miedo de que le viera débil. Aún así, hizo un esfuerzo y siguió.

—Ya casi no me toca, pero se pasa toda la tarde insultándome —sacudió la cabeza—. No te preocupes, ¿vale? Está todo bien, le he convencido que vaya a las reuniones una vez a la semana, por lo menos.

—Eso es bueno. ¿Le acompañas tú?

Asintió.

—Puedo ir contigo, si quieres —ofrecí.

—No. No te quiero de ninguna manera cerca de ese hombre.

Tragué saliva. En el fondo estaba aliviada. Sacudió la cabeza.

—Cambiemos de tema, ¿de acuerdo? —dijo mientras se encendía un cigarrillo.

Suspiré.

—Sí, lo siento. Tengo que asegurarme de que estás bien.

Same Mistakes |h.s| Wattys 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora