Capítulo 22

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Había llegado la hora. Horace miró su reflejo y de su bolsillo sacó la imagen de aquella niña de grandes ojos.
"Gertrudis. Tú me trajiste hasta aquí."
Sobre la imagen comenzaron a caer gotas de agua. Volvió a sobar la imagen y luego la guardó en el bolsillo de su gabardina, junto al pecho, donde siempre estaría, hasta el final de sus días.
Tal vez si la niña aún viviera su camino hubiera sido muy diferente, quizá sería un granjero, viviría en el campo, cepillaría su cabello cada mañana, por supuesto no sería una niña de moños, ya que nunca fue muy hábil para aquello de las manualidades; discutirían cada vez que quisiera salir con algún muchacho, pelearían por ver quién ganaba la siguiente discusión, le enseñaría a jugar a las cartas para que nadie le viera la cara, y habrían probado su primera cerveza. O quizá no. Quizá la hubiera entrando, la hubiera hecho una mujer fuerte y resistente, capaz de sobrevivir en aquél horrible mundo en el que ahora vivían, y quizá con mucho trabajo la hubiera convencido de casarse con algún joven fuerte y honorable, con principios y educado, que la amara y la pusiera sobre todas las cosas, incluso sobre la cacería, como él nunca consiguió hacer.  O quizá con un doctor, uno que la mantuviera siempre a salvo. O quizá no, tal vez ni siquiera le hablaría. Habría sido la chica que a cierta edad se hartó de su padre y juró jamás ser como él. Diría odiarlo, pero lo querría en silencio, y probablemente se verían cada Navidad, queriéndose y extrañándose en silencio, ocultándolo con orgullo.

Sonrió de lado.
No. Eso nunca pasaría.
Imaginar distintos episodios alternos con personajes que ya no eran parte de este mundo no dejaba nada más que dolor. ¿Por qué imaginar una vida que no nos pertenecía? 
No te metas con los recuerdos de una vida que se ha ido.–se repitió a sí mismo.
—Gertrudis. Nos veremos pronto mi cielo.— dijo en voz baja tras limpiar su rostro y sonrió.

Se colocó su malla de fierro de protección, que aunque parecía un tanto rústica y medieval, servía para protegerse de aquellos fieros dientes que lo atacarían. Además de un chaleco de piel que lo protegería de las armas cazadoras pues primero debían enfrentarse a los cazadores de Oriente.
Guardó sus cuchillas, dos en la espalda, y otras tres en cada bota, y colgó sobre su pecho su pesada ballesta con flechas de punta plateada, fabricadas especialmente para esa batalla con Paranesis.
De su buró, sacó un pequeño baúl de plata, y de éste sacó dos frascos de cristal con un brillante y espeso líquido color carmín. Lo miró con detenimiento, tan pequeño a simple vista y tan potente dentro de su organismo. Su mejor arma, su as bajo la manga. La sangre de Lisa, que mantuvo congelada durante todo ese tiempo tras su muerte.
Su rostro se endureció volviendo a lucir frío y burlón. Despiadado y decidido, mientras guardó en su bolsillo los frasquillos.
Los necesitaría, pues conocía el poder y control de Akhila, su limpieza al pelear, la destreza de sus jefes César y Selenio, la velocidad con la que se movían. Sería una pelea difícil, la peor de todas y no podía dejar nada al azar.
—Ahkila... Esta guerra matará a uno, o tú o yo...— susurró con odio.
Salió de la enorme tienda donde estaba el campamento.
—Señor. Es hora de irnos.— Dante se acercó y de reojo le echó un vistazo envidiando su armadura.
Joel ya estaba organizando a uno de los grupos, el que se movería por el lado oeste.
Logan el del este (aunque algunos habían seguido este grupo con gran descontento, tras la confesión de Logan y de su amorío con Carmen). Dante estaría a la derecha de Logan con otro grupo y con instrucciones especiales. Joule dirigiría las filas traseras. Y Germán iría al frente con otro grupo detrás de el de Horace.
Avanzarían en forma de Cruz. Todos al mismo tiempo para desviarse de ser necesario según el enemigo que encontraran, ya fueran los cazadores de Oriente o Martin.
Todos traían armamento especial, más ligero y recién afilado, además de que estaban cargados de jeringas de Paranesis y un frasco para humedecer sus armas al momento de atacar e inmovilizar a sus enemigos, así como todos cargaban con un rollo de alambre de púas hecho a base del mismo líquido para decapitar a los demonios y evitar que se curaran.
Logan sacó de un viejo estuche de cuero el cuchillo oxidado con el que desde niño entrenó. Aquél que su padre le otorgó. Lo miró con nostalgia.
Miró a su hermano, que al otro extremo también se preparaba, así como el resto. Desde hacía un par de meses, su hermano ya no usaba aquella daga, gemela de la suya. Precisamente desde que Adolfo murió.
Cuando Joel lo notó, le dio la espalda.

Ocaso EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora